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VISTO / OÍDO
Columna
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La guerra perdida

Es posible que Bush sepa ya que la guerra de Irak está perdida. Sus generales grandes estudian la posibilidad de mandar más tropas: más riesgos de vidas, y más riesgos políticos. La inflación de patriotismo que los republicanos inocularon al pueblo tras la destrucción de las Torres Gemelas vuelve a su tamaño normal: el de un patriotismo práctico y no montado en un Clavileño. El aprendiz de brujo ha desencadenado fuerzas que no sabe conjurar. Sus asesores van frunciendo el ceño: Condoleezza declara mañana ante el Senado, y pueden cazarla. Powell se queda sin los sabios consejos de Ana Palacio. No parece posible que Bush entregue Irak a sus gobernantes en noventa días: la revolución chií se le viene encima. Está el pretexto de la detención del clérigo incendiario, pero hay algo: los chiíes quieren dominar todo el país. Nos da igual que sean unos u otros, a menos que tengamos espíritu de secta: lo que quieren todos es expulsar a los extranjeros, y la idea de que nuestro cuerpo expedicionario se llevaba bien con la población es pura entelequia. Bush tendrá que escapar como Nixon de Vietnam. No es, claro, lo mismo: Estados Unidos perdió 58.000 soldados en Vietnam antes de huir; pero aquellos miles de muertos -y la tragedia de los heridos y veteranos- pesan sobre el día de hoy: se suman, se añaden. El ciudadano piensa en que esto es una continuación de aquello. Quizá no tenga todavía la noción de que es mucho más grave, y el bestial golpe sobre Madrid le puede hacer ver que el islamismo se extiende desde la orilla marroquí del Atlántico hasta Pakistán, y que le atañe. Aquí decimos que nuestros verdugos son marroquíes, y es una parte de verdad: lo que son es islámicos que sienten su religión profanada.

Hay algún dato más que emparenta a Bush con Nixon: aquél cayó en el deshonor, en la vergüenza del impeachment: por marrullero. Bush caerá en las elecciones, pero también con el honor herido: la mentira con que empezó una guerra que no puede terminar, la falsedad de las armas ocultas de la que todavía se burla, la invención de que el terrorismo mundial residía en Afganistán y en Irak -y por muy poco no destruyó Siria, Irán, el Líbano, como sus antepasados hicieron con Indochina- le perseguirán después de muerto. La foto triunfal de las Azores será un día una ilustración siniestra de los libros de historia. (Claro que dependerá de quiénes los escriban y en qué momento).

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