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Aún estamos a tiempo

Las ondas del efecto Zapatero han desbordado nuestras fronteras y están llegando con fuerza a otras orillas. Algunos, como los que posaron en la foto de las Azores en compañía del derrocado Aznar, lo ven con preocupación al pensar que puede sucederles algo parecido. Otros, en cambio, lo celebran como un presagio favorable para su futuro político que, hasta ahora, se les presentaba cuesta arriba.

Todos estos temores y esperanzas son todavía difusos y de difícil concreción. Pero donde estas últimas se han perfilado con mayor nitidez es en la Unión Europea. Desde su óptica, el agravamiento de la crisis -de unidad y de identidad- que desde hace tiempo viven sus instituciones tenía bastante que ver con el fondo y la forma de las posiciones mantenidas por el presidente del Gobierno saliente. Concretamente se le atribuía en buena medida la desunión ante la respuesta a la aventura iraquí y el bloqueo del proyecto de Constitución europea.

La sumisión incondicional a los designios de los neoconservadores norteamericanos, a su unilateralismo al margen de la legalidad internacional, a su teoría de la guerra preventiva apoyada en falacias sin contrastar, como la existencia de armas de destrucción masiva, a la peregrina idea de las dos Europas concebida por los halcones del Pentágono con el solo objetivo de dividir a los europeos y secundada por Aznar con la malhadada "carta de los ocho", no era algo que pudiese ser visto con agrado por la "vieja Europa", por la Europa cada vez más unida que necesitamos.

Como tampoco podía serlo el empecinamiento por mantener contra viento y marea el mal llamado "reparto de poder" contenido en el desafortunado Tratado de Niza y, lo que es peor, sin ofrecer soluciones alternativas, cuando resultaba evidente que es un texto que choca frontalmente con lo acordado unánimemente por la Convención y que, consecuentemente, estaba condenado a desaparecer. Es obvio que tal actitud, secundada tan sólo por Polonia, tampoco podía hacer las delicias del resto de los socios, hondamente preocupados por el frenazo que suponía para el avance del proceso de construcción europea, ya seriamente cuestionado y cuya identidad misma, su propia existencia incluso, está siendo puesta a dura prueba por la globalización y por la inminente ampliación de la Unión, tan necesaria como problemática por su magnitud y complejidad sin precedentes.

No es de extrañar, por todo ello, que el cambio político en España haya sido acogido con alivio y satisfacción, sin distinción de ideologías, por los medios y los dirigentes europeos. Todos conocen el talante y los propósitos del nuevo equipo y de su líder. Vienen avalados por lo que años antes supusieron para Europa los Gobiernos de Felipe González. España sale del rincón de los consejos europeos y del rincón de la historia y regresa a Europa. A la Europa que decide. Donde siempre debió estar, para nuestro propio beneficio y de todos los europeos. Aún estamos a tiempo.

¿Cómo? Pues defendiendo a la vez nuestros intereses y el interés europeo. No es difícil, ya que suelen ser coincidentes, y a medio y largo plazo siempre lo son. No hay que olvidar que uno de nuestros intereses prioritarios es precisamente Europa. Sus valores son los nuestros. Como también lo es el respeto del multilateralismo y de la legalidad internacional. El estar dispuestos a compartir entre todos parcelas de nuestra soberanía para conseguir una mayor soberanía a la hora de hacer frente, juntos, con -y no contra- los Estados Unidos, desde el respeto mutuo y no desde la sumisión, a los desafíos de la globalización: a la desigualdad y a la injusticia en el mundo, causa de tantos conflictos, y también a nuestra seguridad y a nuestra libertad, al terrorismo y al crimen organizado.

¿Y qué hacemos con el famoso tema del "reparto de poder", sin duda importante, que está bloqueando las negociaciones de la Constitución? Pues eso, negociar. Como siempre se hizo durante los Gobiernos socialistas: con buen talante, haciendo amigos y no enemigos, e identificando claramente los datos del problema, sin hacernos trampas en el solitario. Para empezar hay que reconocer dos cosas:

Una, que el texto de Niza ya no vale, pues la mayoría se inclina por un sistema de ponderación de votos diferente, de doble mayoría de Estados y de población, que permita que la Unión ampliada pueda funcionar sin bloqueos excesivos. Niza, que pasará a la pequeña historia como el Puerto de Arrebatacapas, en el que cada participante sólo se preocupaba por saber "qué hay de lo mío" y acabó en una confabulación de todos contra Europa, resultó una verdadera chapuza en el plano institucional, entre otras cosas porque complicaba innecesariamente la adopción de decisiones, que no es precisamente lo más aconsejable en una heterogénea Unión de 27 miembros.

Y dos, que tampoco resultaba tan beneficioso para España como el equipo saliente nos ha estado haciendo creer. Es cierto que, por un lado, España ganaba unas décimas más que otros en los votos en el Consejo, lo que le daba mayor capacidad de bloquear decisiones. Ésta ha sido siempre la obsesión de los negociadores populares y pudo tener su justificación hace años, cuando los intereses de España no encajaban con los del resto de los socios, pero hoy no la tiene, desde luego no en la misma medida: nuestro país -afortunadamente- se va pareciendo social y económicamente cada vez más a la "vieja Europa" y, además, van a ingresar ahora diez nuevos miembros con muchos más problemas que nosotros y malo ha de ser que no seamos capaces de articular minorías de bloqueo, con ellos o con otros, cuando sea necesario. Por otro lado, la pírrica victoria en el Consejo -no hay que olvidarlo- se hizo a costa de una clara pérdida de peso en las otras dos instituciones: en la Comisión, donde perdíamos un comisario, como los otros cuatro "grandes", y en el Parlamento, órgano clave en el nuevo esquema de decisión, pero que no parece serle muy grato al señor Aznar, en el que perdíamos más diputados que nadie, ¡nada menos que 14!, esto es, un 22%, un tercio más que los grandes, por no hablar de los medianos y pequeños, que ganan diputados.

Si el sistema de Niza no tenía recorrido europeo ni tampoco era la panacea para España, uno no puede evitar preguntarse qué podíamos sacar en limpio de tan numantina defensa. Quizás blindar la posición negociadora para, llegado el momento, ceder a favor de soluciones de repliegue. Aunque tales soluciones, si es que las había, nunca se le comunicaron, el principal partido de la oposición, por respeto al negociador, no quiso interferir en el proceso avanzando sus propias soluciones. Pero advirtiendo, eso sí, de los riesgos que comportaba la contumacia en el bloqueo frente a nuestros socios. Porque, a mi juicio, el principal daño colateral de tan hosco comportamiento está en la pérdida de apoyos en cuestiones de gran interés para España. Podría poner muchos ejemplos. Pero voy a limitarme al más prosaico: el de los fondos estructurales y de cohesión, los 9 billones largos de las antiguas pesetas, un punto de PIB al año, que tanto han contribuido al desarrollo de nuestro país y que, a fuer de pedigüeño, aunque -reconozcámoslo- con bastante gracia, obtuvo el presidente González. A no tardar va a discutirse su reparto entre más países que hoy, muchos de ellos bastante menos desarrollados que el nuestro. En esta tesitura, ¿no es cuando menos temerario granjearse la hostilidad de los dueños de la bolsa?

Los llamados a formar un nuevo Gobierno no van a caer en ese error. Por lo pronto, ya han declarado su disponibilidad a negociar sobre la base de las propuestas de la Convención. El suspiro de alivio de los responsables europeos se ha oído en mil leguas a la redonda. Aunque negociar no significa ceder. Significa dialogar y significa convencer. Hay diversas soluciones posibles. La primera pasa necesariamente por recuperar al menos una parte de los eurodiputados inicuamente cedidos por los anteriores negociadores. En cuanto a los votos, pienso que, aceptando el sistema de doble mayoría, hay salidas al callejón en que se nos había encerrado. A mí personalmente no me repugna la propuesta de la Convención (decisiones respaldadas por la mitad de los miembros que representen al menos el 60% de la población). Circulan fórmulas alternativas que elevan esos porcentajes, también dignas de consideración. Pero hay que tener en cuenta que cuanto más elevados son los porcentajes de países y de población exigidos para adoptar una decisión, más fácil les resulta bloquearla a los países pequeños, en el primer caso, y a los grandes, en el segundo. Para evitar parálisis excesivas, me temo que habrá que añadir mecanismos correctores complejos, sea cual sea la decisión adoptada, tales como exigir que una y otra minoría de bloqueo reúnan, respectivamente, un porcentaje mínimo de población y un determinado número de países. Soluciones, haylas. Para encontrarlas hay que salir del rincón. Como antes decía, regresemos a Europa. Eso es lo que de verdad importa. Aún estamos a tiempo.

Carlos Westendorp es ex ministro de Asuntos Exteriores.

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