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Columna
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La ley del Rastro

La supervivencia del Rastro preocupa a nuestros diligentes munícipes, y su preocupación se transmite a los comerciantes del tradicional e indisciplinado zoco, en sentido inverso, pues desconfían, y sobrados motivos tienen para ello, de cualquier intervención municipal en sus prolíficas riberas. El Rastro es un desafío para los gestores del orden, un fragmento de caos en la reglamentada vida urbana que les perturba y les tienta. El Rastro está ahí como un reto para sus facultades ordenadoras, proteico, desbordante, sin ley ni amo.

El Rastro se autorregula y se recrea, se expande y se contrae, asimila y excluye. El Rastro es ingobernable, múltiple y disperso, y sólo obedece a sus propias leyes, no escritas y nunca proclamadas, pero grabadas en el inconsciente colectivo de las cien tribus que allí celebran desde hace dos siglos sus ritos dominicales de la compraventa.

Los puristas del Rastro, que también los hay, defensores de la ortodoxia de lo heterodoxo, se quejan de la aparición de lo nuevo, ropa, utensilios y adminículos de primera mano que vulneran la letra invisible y el espíritu de la anárquica institución. El Rastro legítimo no es mercadillo, sino mercado de ocasión de anticuarios y de chamarileros, almoneda y desván, cuarto trastero de la urbe, depósito y almacén de curiosidades y oportunidades. Olvidan los legitimistas que, desde hace varias décadas, el Rastro, sin dejar de serlo, acogió en su espacioso y heteróclito seno las últimas y más peregrinas novedades y tendencias.

Yo he visto en las mañanas del Rastro de mi infancia cómo hiperactivos y retóricos charlatanes introducían en el mercado utilísimos inventos de última tecnología, pelapatatas mágicos y exprimidores milagrosos que sólo funcionaban en manos de sus demostradores y hacían quedar en ridículo a sus ingenuos compradores, cuando, de vuelta al hogar y delante de la familia reunida en admirativo pleno, trataban de reproducir el milagro del tubérculo mondado y del cítrico estrujado.

También he visto perfumistas con fez que aromaban el aire viciado por la multitud con fragancias morunas destiladas personalmente en sus alambiques, y vendedores de oro alemán que, para exhibir la nobleza de sus alhajas, disolvían en ácido una moneda de 10 céntimos y luego sometían a sus piezas al mismo tratamiento saliendo éstas indemnes y aún más relucientes si cabe tras la inmersión.

Y luego vino la quincalla hippy y la parafernalia posmoderna y la artesanía étnica, nuevos olores y colores que se integraban de tal forma en el viejo bazar que, al poco tiempo, pasaba toda aquella mercadería nueva por usada, porque no hay nada que se pase de moda tan rápidamente como las cosas modernas.

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Hubo un tiempo en el que las tasas y los impuestos de los vendedores del Rastro se cobraban en forma de multas, ingenioso y por lo menos heterodoxo sistema, impropio de países modernos y democráticos, pero notablemente efectivo. Desfilaban con sus talonarios los guardias municipales, mojaban el dedo para pasar la hoja y tiraban de lápiz, y una vez sancionados los infractores quedaban facultados para seguir infringiendo la ley el resto de la jornada. Luego pintaron rayas blancas sobre aceras y calzadas y cuadricularon su superficie para delimitar terrenos y regular el tráfico descomunal de mercancías, vertiginoso caudal cuyo inventario podría ser tormento comparable al de Sísifo que Satanás reservara para funcionarios corruptos y guardias venales.

Cada vez que un alcalde habla de reordenar, rehabilitar, sanear o reformar el Rastro, a los comerciantes de la zona les entran los siete males; aunque esta vez el Ayuntamiento dice que sólo pretende potenciar y mejorar sus atractivos turísticos y comerciales, loable pretensión que perjudicará sobre todo a los pequeños vendedores ocasionales y ambulantes, a los manteros que acuden con cuatro tornillos, un candado, un grifo y unas gafas, vendedores clandestinos y marginales que son lo más genuino y turístico del bazar de los domingos.

El Ayuntamiento dice que quiere potenciar y mejorar, pero los comerciantes sospechan que, tras sus buenas intenciones, probablemente se oculta una nueva operación "urbanística" a mayor gloria de la especulación inmobiliaria.

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