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Patriotismo y cultura democrática

José Álvarez Junco

Fue muy revelador el mitin del sábado 27 de marzo en Vistalegre. Estaban allí los leales del partido hasta hoy en el Gobierno, los inasequibles al desaliento, dispuestos a desagraviar a sus líderes. Desagraviar, porque no los consideraban derrotados en buena lid, sino agraviados por un desplazamiento ilegítimo del poder. Hubo gran apasionamiento, se corearon muchos gritos, y en ellos apareció el nombre de "España" en las más variadas combinaciones; supongo que alguien lo haría rimar, porque no es difícil, con ese poco ejemplar "dales caña" que también, según la prensa, se oyó bastante.

No teman, no voy a evocar el espectro de las dos Españas. No compararé a esos entusiastas del PP con aquella derecha que se creyó durante tanto tiempo señora natural de este país, que consideró ilegítima toda alternancia y que vio en los breves periodos en que estuvo desplazada del Gobierno -incluso democráticamente- "paréntesis" de la historia en los que se sentía con derecho a conspirar y sublevarse. Y no lo haré porque entre aquella derecha y la de hoy veo una diferencia que me tomo muy en serio: que la actual aceptó en 1978 las reglas de juego de un sistema democrático y puso su firma al pie del documento constitucional; lo hizo por primera vez en la historia y lo hizo dirigida por Manuel Fraga. Hay que reconocer las deudas y ésa es una que todos tenemos con este personaje. Como lo hizo la izquierda que dirigía Santiago Carrillo; porque también hay que recordar que la izquierda había conspirado y se había sublevado bastante en el pasado, y no siempre obligada por las circunstancias, como en octubre de 1934, cuando se alzó en armas contra un Gobierno que tenía la legitimidad que le daban los resultados electorales del año anterior. Ni izquierda ni derecha tenían por entonces cultura democrática. Pero eso se ha terminado, afortunadamente, y tampoco la izquierda actual tiene mucho que ver con aquélla; ni se subleva, ni quema iglesias. El único motivo por el que menciono el pasado es porque está tan reciente, y condujo a unos resultados tan deplorables, a una Guerra Civil tan trágica y de secuelas tan largas, que mejor es no jugar con fuego. Y el tema de este artículo es justamente cómo dejar atrás definitivamente ese pasado construyendo hoy una cultura democrática. Estamos ante una nueva alternancia pacífica en el poder y es necesario que lo tengan en cuenta ambos, los que van a llegar al Gobierno y los que en los próximos años van a ejercer de oposición.

En este país hemos salido de la dictadura de manera pacífica y hemos llevado a cabo una transición hacia la democracia que puede considerarse, si no modélica, más que aceptable. Durante unos quince años, entre 1976 y el comienzo de los noventa, dio la impresión de que habíamos superado aquel clima de enfrentamiento y de negación del pan y la sal al adversario que fue característico de los altibajos políticos del siglo y medio anterior. Pero por razones complejas, quizás por la misma dificultad con que se encontraron los demás partidos para vencer en las urnas a un González que parecía imbatible, se creó un clima de agresividad y crispación que, una vez en el poder, el PP no supo o quiso frenar. Incluso ha crecido en los últimos trece o catorce meses. Eso es justamente lo que debe desaparecer ahora, en la etapa de gobierno Zapatero que va a comenzar.

Lo que la situación actual revela es que el proceso de construcción de un sistema de convivencia democrática no ha terminado. Porque no todo consiste en convocar elecciones cada cierto tiempo y colocar en la Moncloa a quien las gane. Un sistema democrático incluye también garantías para los perdedores, las minorías, que deben poder ejercer su actividad de oposición con libertad plena y recursos suficientes; incluye el respeto, por parte del Gobierno, hacia los ámbitos de actuación de los demás poderes; incluye libertad de prensa y absoluta autonomía de los ciudadanos particulares en materias privadas, como las creencias religiosas o la vida sexual. Todo este conjunto de derechos y deberes, garantías y contrapesos, deberían, en mi opinión, ser materia de una asignatura de civismo incluida en la enseñanza general obligatoria. Porque la democracia es un sistema complejo, que debe aprenderse. Sobre todo, por supuesto, en la práctica, ejerciendo el voto, informándose y ejerciendo algún control sobre los poderes que nos son más cercanos, como los locales. Pero también el sistema educativo debería instruir a los futuros ciudadanos en el esquema básico de las instituciones políticas, en el conocimiento de sus derechos y deberes, e incluso en el ensayo de debates o enfrentamientos civilizados, que les habituara a defender ideas o intereses sin pisotear derechos de los otros. El arraigo de las reglas de la convivencia en las mentes infantiles es lo que debe subvencionar el poder público, no contenidos dogmáticos, como esta o aquella religión, que no tienen por qué ser compartidos ni pagados por todos los contribuyentes.

Entre los hábitos y arreglos institucionales que se han ido añadiendo a nuestra democracia, hay que reconocerle a José María Aznar un gesto ejemplar sobre el que sus sucesores harían bien en reflexionar: la retirada después de un segundo mandato. No sería malo que se convirtiera en una tradición, con o sin incorporación a las normas escritas. Eso fue lo que hizo George Washington en EE UU, tras salir triunfador en la guerra contra la Gran Bretaña, y de esa manera evitó iniciar la historia de aquel país con uno de aquellos caudillajes vitalicios que fueron habituales en las desastrosas repúblicas formadas sobre los restos del imperio español. (Ya se sabe que a Aznar le gustan las grandes comparaciones; no he evocado a Carlos V en Yuste, pero tampoco creo que desmerezca de su grandeza este otro ejemplo que me ha venido a la mente.)

Hay algo que, sin embargo, no han sabido enseñar ni practicar Aznar y el PP en su etapa gobernante, y es, en mi opinión, su principal error y la causa por la que la mayoría del electorado no les ha ratificado su confianza para prolongar su poder cuatro años más: el respeto al adversario, su aceptación del mismo como un contendiente legítimo. Ése es el punto en el que me temo que se reavivan sus ancestros antiliberales, se encrespa su pelo de la dehesa y asoma por debajo de la ropa civilizada de reciente adquisición. Juan Luis Cebrián ha escrito un libro titulado El fundamentalismo democrático, en el que analiza la tendencia de ciertos líderes y partidos a convertir la democracia en un sistema de verdades que pueden imponerse a los demás, en lugar de unas reglas de juego que no conducen a ninguna certeza. Creo que el diagnóstico es adecuado para describir la actitud arrogante y mesiánica del grupo neoconservador que hoy ocupa laCasa Blanca. Pero en relación con la derecha española habría que añadir el matiz de que su fundamentalismo es, por encima de todo, "patriótico" o "españolista". Y, en este sentido, anticonstitucional, y hasta antipatriótico, si me apuran, pues le hace un flaco servicio a la patria.

Es cierto que su punto de partida es de un maniqueísmo muy semejante al de Bush y su equipo de ángeles exterminadores. Para ambos, el mundo se divide, de una manera muy sencilla, en buenos y malos, héroes y bandidos (rogue states, bully regimes). El Supremo Líder dirige la coalición de los justos y todo aquel que no esté al cien por cien de su lado es, de alguna forma, un agente del Maligno. Es una viejísima manera de ver el mundo, de origen religioso pero repetida por muy distintas ortodoxias políticas, sobre todo totalitarias: también el marxismo leninista creía que todo el que pusiera el menor reparo a su versión de la "dictadura del proletariado" era un "pequeño-burgués" que, aunque estuviera animado por la mejor voluntad, apoyaba "objetivamente" al enemigo reaccionario; no había, por tanto, graves objeciones morales para su fusilamiento. De forma no muy diferente, también Bush y Aznar parecen pensar que quienes no apoyen sin reservas su planteamiento en la lucha contra el enemigo -el terrorismo, hoy- son colaboradores objetivos del enemigo; son, en definitiva, terroristas.

Otro rasgo común al conservadurismo americano de base evangélica y la derecha española es la adhesión a un conjunto de verdades, más o menos reveladas por la divinidad. También los Gobiernos del PP han exhibido una seguridad en la posesión de la verdad que es, sencillamente, incompatible con la democracia. En democracia, la verdad no es de nadie. Un poder democrático no tiene verdades oficiales, no admite contenidos dogmáticos, es sólo un juego de normas. Pero el Gobierno hoy en funciones tenía tal certeza sobre sus posiciones que no sólo no se inquietaba por tener aliado alguno entre los demás partidos políticos ni actuar en contra del noventa por ciento de la opinión pública, sino que consideraba irreverente e intolerable que se cuestionara su actuación.¿Es que alguien puede olvidar al ministro Trillo tirando despectivamente una moneda a una periodista como respuesta a la enésima pregunta sobre las armas de destrucción masiva en Irak? Un vocablo muy del gusto de Aznar y sus ministros, y muy expresivo de esta manera de descalificar a sus adversarios, ha sido el de "miserables". Fue el apelativo que recibieron desde quienes dudaban de que las armas de destrucción masiva fueran la causa real de la invasión de Irak hasta quienes cuestionaban la autoría de ETA en el atentado del 11-M. Al final, resultó que los escépticos tenían, o teníamos, razón; pero incluso si no la hubieran tenido, no eran unos "miserables". Espero que sea una de las cosas que el PSOE no repita; aunque el otro día lo oí también de boca de Caldera y me pareció un pésimo síntoma.

De entre estas verdades o dogmas mantenidos por el Gobierno, la más grave, y la que volvió a salir por todos los poros en los asistentes al mitin de Vistalegre, es el monopolio del patriotismo. Es la peculiaridad del fundamentalismo conservador español, al menos desde que aquel gran erudito y cerril defensor del pasado llamado Menéndez y Pelayo acuñara la fórmula del nacional-catolicismo. Pero la acusación de que sus adversarios son antipatriotas o "malos españoles" no es sólo radicalmente falsa y ofensiva, sino que es incompatible con el juego político democrático. El patriotismo es uno de esos valores que deben estar situados por encima de toda discusión; no se puede decir, ni insinuar, que el adversario político no lo tiene. No hay duda de que, al hacerlo, se logra un efecto político de eficacia inmediata, pero es muy peligroso y, sobre todo, lanza al otro al "separatismo", al distanciamiento frente a la entidad nacional. Cuando los seguidores de una opción política gritan tanto "España, España" corren el riesgo de que los demás digan "al diablo con España"; es decir, que se dificulte el papel integrador de los símbolos colectivos; por eso digo que hacen tarea antipatriótica. Despliegan exactamente la táctica que desean los ideólogos y dirigentes de Batasuna o de Esquerra Republicana. "España", como mito colectivo, no debe utilizarse de forma partidista, porque no es de nadie, sino de todos. Que la izquierda española ha tenido dificultades para sentirse identificada con los símbolos patrios es indiscutible. Pero hace tiempo que está deseando hacerlo. Simplemente, no le dejan. Le obligan a comulgar -nunca mejor dicho- con ruedas de molino, con todas las "verdades" que la derecha tiene establecidas sobre la nación: el catolicismo, el centralismo, la lengua castellana... Durante un tiempo jugaron con la idea de ser defensores de un "patriotismo constitucional", pero hoy sabemos que su nacionalismo es esencialista y étnico. Una prueba reciente ha sido el funeral de Estado por las víctimas del 11-M. Había entre ellas, que sepamos, católicos, ortodoxos, islámicos y no creyentes; pero ninguno se libró de recibir la bendición de monseñor Rouco Varela, bien identificado con una opción que muchos no compartimos. Con su funeral ecuménico, Marruecos, por una vez, nos dio una lección: demostró que un poder público no tiene por qué identificarse con un dogma.

De este uso exclusivista de la identidad colectiva, y de este convencimiento de estar en posesión de la verdad, es de lo que la mayoría del electorado parece haberse hartado. Lo que esa mayoría pide a gritos es que se reconstruya el clima de consenso que dominó los años de la transición. Lo cual sólo puede hacerse sobre una serie de valores comunes y sobre un común respeto a las normas básicas: entre ellas están el orden constitucional y los símbolos colectivos; deberían estar también algunos cargos e instituciones, culturales, judiciales o informativos, que no pueden recaer sobre personas significadas por posiciones partidistas y dependientes del favor gubernamental. Es preciso que el Estado recupere prestigio y que superemos la crispación que ha dominado la política española estos últimos años. Quizás los buenos modos de Zapatero (tan despreciados al principio por el Gobierno, como signo de "debilidad") hayan tenido que ver con su triunfo. Como los malos modos del PP han tenido, en mi opinión, que ver con su derrota. Han hecho mal en creerse en posesión de la verdad. Puede que sea inherente al poder, y sobre todo a la cultura política heredada en este país, pues la prepotencia no ha sido exclusiva de estos últimos gobiernos conservadores. Lo que sí es, en cambio, peculiaridad suya es creerse dueños de la marca "España". Si ese mito, que debe ser unificador y colectivo, sólo admite la interpretación que ellos impongan, que no se quejen luego de que otros se descuelguen, o nos descolguemos, de España. Sería una pena, más que nada porque no podría hacerse sino con sangre y lágrimas. Pero sería culpa de ellos, de quienes llevan tanto tiempo secuestrando a la nación.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid.

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