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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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La verdad de las banderas

Casi todos los días corro campo a través. Lo hago nada más levantarme durante media hora. No llego a ponerme a galope (a esta edad puede ser arriesgado), pero casi. Y me da igual si mis vecinos creen que corro porque huyo, porque estoy loco o porque no tengo otra cosa mejor que hacer. Hay de todo, según se mire.

Ahora mismo, mientras escribo esta crónica, estoy corriendo. No exagero. Es así porque primero siempre escribo mentalmente lo que luego escribo en el ordenador. Lo vengo haciendo desde hace años. Mato dos pájaros de un tiro: el ejercicio físico que es saludable, y el no menos saludable ejercicio mental.

Además, corriendo ocurren muchas cosas. Por ejemplo, la semana pasada encontré unas llaves a un lado del camino. Las cogí. Las miré. Y como en el llavero había una banderita canadiense, y cerca del camino vive un canadiense, pensé que aquellas llaves podrían ser las del citado señor en cuyo jardín tiene clavado un mástil del que ondea, con orgullo, la bandera canadiense.

"De manera que al salir de la casa de Aznar sabía de qué pie cojeaba el futuro presidente del Gobierno: con el derecho mentía y con el izquierdo se marcaba un farol"

Me acerqué a la casa. Llamé a la puerta. El canadiense abrió. Me preguntó qué deseaba. Y le mostré el manojo de llaves que, efectivamente, eran suyas. "¡Qué suerte! ¡No sabía dónde las había perdido!", exclamó.

Dos días más tarde, el canadiense se presentó en mi casa cuando menos lo esperaba. Nada más entrar inclinó su cabeza ceremoniosamente y me entregó una banderita canadiense de 10 centímetros, con mástil y peana de metal, que depositó sobre mi mesa. "Gracias", le dije extasiado, "no tenía que haberse molestado". Pero él volvió a inclinar su cabeza, primero hacia la banderita y luego hacia mí, y se marchó.

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Durante un rato no supe qué hacer con la banderita. ¿A mí, precisamente a mí, con banderitas canadienses cuando no ostento mi propia enseña nacional en lo alto del pararrayos? ¿Por qué no me trajo una botella de vino, incluso de vino canadiense?

Así, mirando esa flácida miniatura cual pene gubernamental entristecido, me puse a pensar en la macrobandera de Trillo elevada en la plaza de Colón, y acto seguido acudió a mi mente el abanderado mayor, Aznar, y unos segundos más tarde desfilaban por mi cabeza las gigantescas banderas yanquis que los vendedores de coches usados utilizan como reclamo patriótico. Y recordé que cuanto más grande era la pañoleta patria, más malo era el coche que me vendían aquellos desvergonzados.

Luego reapareció José María Aznar durante una entrevista que mantuve con él cuando todavía era candidato a la presidencia. No puedo olvidarlo. Me recibió en su casa (sin bandera) y me fijé en un libro del historiador británico (conservador) Paul Johnson, autor del que yo había leído Los Intelectuales, un extenso ensayo sobre la maldad de algunos genios del pensamiento y de la literatura. Así que aunque el libro de Johnson que tenía Aznar era otro, me pareció un buen arranque para aquel encuentro hablar de ese escritor y, de paso, de Los Intelectuales. ¿Lo había leído? ¿Le había gustado? Sin dudarlo un instante, el candidato a la presidencia dijo que sí. Era estupendo. Era un gran libro. Pero cuando apreté las tuercas para saber si me decía la verdad, cuando le pregunté qué le parecía lo que afirmaba Johnson de Ibsen, y lo que reprochaba a Rousseau, y lo que le escandalizaba de Tolstoi, entonces Aznar palideció. Se fue por los cerros de Úbeda. Y su secretario Rodríguez (aquel intrépido ideólogo del PP posteriormente defenestrado) se quedó petrificado apretando una carterita en los brazos, como un bebé, y yo me dije: este señor miente, y miente sin necesidad, miente por el gusto de hacerlo. ¿No habría sido más lógico y más honesto reconocer que no había leído el libro?

Resbaló en la piel de plátano. De manera que al salir de la casa de Aznar sabía de qué pie cojeaba el futuro presidente del Gobierno: con el derecho mentía y con el izquierdo se marcaba un farol.

Y ahora, mientras estoy corriendo por estos campos silenciosos, me parece estar oyendo al candidato llamarnos embusteros, y por eso he recordado aquella anécdota que recogí en un libro titulado Alabado sea yo (Temas de Hoy, 1998) donde me ocupaba de lo complicado que es ser hombre, sin más, y evitar ser un farsante necesitado de mentir como un bellaco.

Vuelvo a las banderas para añadir que me irrita no tanto que me obsequien banderitas en señal de agradecimiento, como que me metan a cucharadas los gobernantes en funciones del PP su obsesión por tapizar el mobiliario urbano y rústico de este país con el tejido estampado de la madre patria. Como si una playa, una montaña o una llanura fueran a ser más españolas pobladas de sombrillas rojigualdas, tractores con insignias, enseñas o banderines a juego, que respetando la prohibición publicitaria en las autopistas: ni el toro de Osborne, ni el pendón de Castilla. El furor de la bandera es peligroso.

Si en USA no eres capaz de arriar la enseña nacional sin que el trapo roce el suelo, ya puedes prepararte. Se te caerá el pelo. "Nos meten en la cárcel si, por un simple despiste, ponemos la bandera boca abajo", escribió Jack Kerouac. ¿Es esto lo que nos prometía el gobierno en funciones? Porque si era eso deberíamos hacer como los británicos hacen con su Union Jack cuando exhiben el rancio y gran diseño en la minúscula y ultramoderna ropa interior. Salgamos también nosotros con la sangre y el oro en cueros vivos a pasear por Terra Mítica, desfilemos por Benidorm con la tanga y el escudo nacional (sin aguilucho), y veamos cómo las nativas cubren sus vergüenzas con las cadenas navarras y las estrellas de Madrid. Todo menos un sujetador (o ninguno) transparente.

Por estos silenciosos caminos oigo al sabio y descreído Voltaire repitiendo que un país no puede ganar sin que otro pierda, y no puede vencer sin hacer desdichados a los derrotados, ya que perseguir la grandeza propia equivale a desear el mal de los vecinos: "Quien no desea nunca que su país sea ni mas grande ni mas pequeño, ni mas rico ni mas pobre, es el auténtico ciudadano del universo" (Dicccionario filosófico).

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