Más tropas, más dinero
En la reciente conferencia de Berlín sobre Afganistán se ha hablado mucho de dinero y poco de seguridad.Transcurridos más de dos años desde que EE UU derribara el régimen fundamentalista talibán y pusiera en fuga a los secuaces de Al Qaeda, el país centroasiático, como advierte un reciente informe de la ONU, corre el riesgo de ser engullido nuevamente por el agujero negro del caos y la violencia en el que ha vivido durante décadas. El rampante descontrol afgano, que ha forzado el aplazamiento de las elecciones previstas para junio, es directamente proporcional al poder creciente de los caudillos locales y sus milicias, engrasados por más de dos mil millones de dólares anuales provenientes del comercio del opio.
Los donantes han prometido en la capital alemana 4.500 millones de dólares este año para pagar las formidables facturas de la reconstrucción afgana. EE UU aportará la mitad de esta cifra, pequeña parte del monto de 28.000 millones que Kabul considera necesarios para impulsar en siete años un plan de desarrollo en toda regla. Pero este baile de números tendrá poco sentido si el Gobierno de Ahmed Karzai sigue controlando poco más que la capital del país, la violencia se mantiene en los niveles actuales y prosigue la actividad de Al Qaeda, la secta terrorista que vampirizó al pseudoestado talibán.
Al Qaeda ha perdido sus bases en Afganistán, pero los fundamentalistas islámicos, camuflados en las impenetrables zonas tribales fronterizas con Pakistán que les sirven de santuario, mantienen en pequeños grupos su capacidad operativa, pese a la presencia en Afganistán de 11.000 soldados estadounidenses.
Si se quiere evitar que Afganistán caiga de nuevo en el precipicio es urgente la ampliación del contingente de 6.500 soldados que bajo mando de la OTAN apenas alcanza a proteger Kabul. Reforzar las tropas internacionales y diseminarlas por Afganistán es una receta indispensable para evitar que los señores de la guerra y el comercio masivo del opio liquiden las posibilidades de despegue de un mísero país que durante el último cuarto de siglo no ha conocido otra realidad que la guerra. La formación de un ejército propio y vertebrador es tarea lenta y cara; a día de hoy pueden contarse poco más de 7.000 soldados, mal pagados y desmotivados, frente a los 50.000 que se consideran necesarios para garantizar el orden.
Es cierto que millones de refugiados han regresado a sus hogares en los últimos tiempos y que los afganos han sido capaces de ratificar una Constitución y elegir a un presidente. Pero la violencia imperante es un valladar formidable que impide el desarrollo político y económico de una nación con zonas enormes al margen de la ley. Tanto como dinero para sostener una ambiciosa agenda de desarrollo, Afganistán precisa un firme y paciente proceso de construcción institucional y, por encima de todo, mecanismos de seguridad que disipen el miedo de sus habitantes. La tarea es formidable, pero más lo será el precio a pagar si finalmente implosiona este embrión de Estado situado en una de las encrucijadas más volátiles del mundo.
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