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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Inquietudes y esperanzas

La octava legislatura constitucional se abrió ayer bajo el doble signo de la inquietud y la esperanza. La noticia de que alguien había intentado marcar la fecha con una nueva matanza al paso del AVE vino a recordar la persistencia de la que ha sido máxima preocupación de los españoles durante muchos años: el terrorismo. La esperanza es la propia del inicio de una nueva etapa política, en la que la responsabilidad de gobernar corresponderá, como a comienzos de los ochenta, a los socialistas, pero en condiciones generales, políticas y económicas mucho más favorables.

El intento de atentado de ayer, al inicio de la salida de vacaciones, plantea -si se confirma la autoría de los mismos grupos responsables de la matanza del 11-M- un gravísimo problema de seguridad que se convierte en prioridad ineludible del momento. Indica, por una parte, que no se trata de un terrorismo de paso, sino de una presencia en principio estable y dispuesta a cualquier barbaridad; y por otra, que la actitud del Gobierno de turno hacia conflictos como el de Irak no es un factor determinante en su actuación: el intento de matanza evitado el mismo día en que se constituía el nuevo Parlamento no es un atentado contra el Gobierno saliente o el entrante, sino contra la democracia española.

Costó mucho hallar la forma de hacer frente con eficacia, desde el Estado de derecho, al terrorismo etarra. El de inspiración islamista tiene otras características, pero una enseñanza aplicable es que la unidad de las fuerzas democráticas, sin atajos y sin intentos de capitalización sectaria, es condición para reducir el efecto amedrentador y desmoralizador que pretenden los asesinos. La primera iniciativa del Gobierno de Zapatero deberá orientarse a reafirmar esa unidad.

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La nueva legislatura, sin mayoría absoluta, estará marcada por una dinámica de pactos múltiples. Ayer, en la elección de las mesas de las dos cámaras, cada partido jugó sus cartas, y la resultante fue la deseada por los principales jugadores. El PSOE de Zapatero asumió el riesgo de quedarse en minoría en las mesas, cediendo puestos a los partidos menores, con tal de acreditar su disposición a alcanzar acuerdos con ellos. Y el PP arriesgó y perdió la presidencia del Senado a cambio de poder atribuirse, como hizo Rajoy la víspera, la condición de "único partido de oposición". No porque prefiera la soledad de sus millones de votantes, como también dijo, sino porque su estrategia cantada es la de presentar a Zapatero como un presidente sometido a las exigencias de aliados heterogéneos y poco de fiar. Es decir, la que fue su acusación principal en campaña y que Zapatero contrarrestó con su compromiso de no gobernar si no era el primer partido y de hacerlo, en todo caso, con un Ejecutivo monocolor.

Las cartas están, pues, sobre la mesa, aunque el acuerdo con una decena de minorías no prefigura necesariamente la política de alianzas del PSOE, sino sólo su predisposición a no excluir a nadie. En todo caso, las negociaciones para llegar a ese resultado han confirmado la inadecuación radical del actual reglamento del Congreso, cuya reforma se comprometió a impulsar su nuevo presidente, Manuel Marín. El tráfico de escaños, con préstamos temporales a fin de que ciertos partidos puedan contar con grupo parlamentario propio, roza el fraude de ley. Pero si se hubiera aplicado el reglamento a rajatabla, PSOE y PP -que suman el 80% de los votos y casi el 90% de escaños- hubieran podido repartirse todos los puestos de la mesa, lo que no parece la solución más adecuada.

Esa reforma enlaza con otras iniciativas para estimular el compromiso de las minorías (casi todas de signo nacionalista) en las instituciones comunes. Es preocupante que los diputados de todos los partidos de ese signo, excepto CiU, prometieran ayer su cargo con la fórmula que en su día utilizó Herri Batasuna: "por imperativo legal". Como si no fuera esa Constitución que no se comprometen a defender abiertamente la que les garantiza el autogobierno. Esta desafección nacionalista es el segundo problema político del momento, aunque, a diferencia del terrorismo, está más en el terreno de las relaciones entre partidos que en el de las preocupaciones acuciantes de los ciudadanos.

En la mesa de edad que presidió la sesión constitutiva de ayer había una diputada nacida doce días después de la aprobación de la Constitución. Ha pasado un cuarto de siglo. Sigue habiendo problemas, pero hoy pueden abordarse sin el temor a un golpe de Estado, con una economía mucho más potente y equilibrada y una red de servicios sociales mucho más desarrollada. Y con la garantía de que, pase lo que pase, dentro de cuatro años como máximo habrá otras elecciones. Algo que entonces no podía darse por descontado.

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