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Columna
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El Rastro

A Ruiz-Gallardón le temen en el Rastro. Vieron a los municipales con el metro midiendo los puestos uno por uno, controlando las tarjetas, y cundió el pánico. Saben que el Ayuntamiento le da vueltas a una reordenación del mercadillo y muchos de sus comerciantes suponen que no será nada bueno. Tanto es así que andan recogiendo firmas, repartiendo panfletos y colgando cartelones acusando al alcalde de intentar acabar con el Rastro. Entiendo que se mosqueen si nadie les cuenta lo que maquinan pero la bronca resulta un poco prematura. Y más cuando algunos de los que precipitan la protesta son en gran medida responsables de la decadencia que sufre desde hace años este histórico mercado. Un declive que, según los datos que maneja la Junta Municipal de Centro, se sustancia en una pérdida de visitantes galopante. Si hace diez años recorrían cada domingo el Rastro 125.000 personas, hoy no pasan de 80.000, es decir, casi un cuarenta por ciento menos. Con estas cifras en la mano a nadie le puede extrañar que el gobierno municipal tome cartas en el asunto.

Por cierto que, para empezar, no estaría de más que apretaran las tuercas a los carteristas y descuideros que se siguen poniendo morados aprovechando los apretones. Acertarán más o menos pero imagínense la que se montaría si el gobierno municipal pretendiera realmente acabar con lo que constituye una de las señas de identidad de Madrid y no de sus grandes atractivos turísticos. No hay que disparatar sino hablar. Quienes administran ese espacio y quienes viven de él habrán de hacer juntos examen de conciencia e identificar las causas que han motivado su decreptitud y proponer medidas que le devuelvan su esplendor.

Un factor claro es que al Rastro le han salido muchos y buenos competidores que antes no existían. Los mercadillos ambulantes brotaron como setas en nuestra región y algunos de ellos con gran éxito de crítica y público. Hay por ejemplo mercadillos de ropa en la periferia que han cosechado merecida fama no sólo por sus buenos precios sin también por la calidad. Otro sector importante y muy característico en el que los vendedores de la Ribera de Curtidores y aledaños han perdido competitividad es en las antigüedades. La proliferación de los llamados "desembalajes" está causando estragos entre las almonedas del Rastro, cuya relación calidad precio salo con frecuencia mal parada en las comparaciones. Por si fuera poco algunos anticuarios han sucumbido a la tentación de comercializar esas horribles imitaciones procentes de Asia con la mezquina intención de trufarlas con piezas auténticas y colárselas como antiguas a los más ignorantes. El Rastro por el contrario sigue siendo un buen lugar donde comprar rarezas, objetos usados, libros viejos y cambiar tebeos o cromos. La variedad de su oferta es enormemente amplia y sería importante ordenar los puestos para que los visitantes puedan localizar con facilidad y recorrer cómodamente por zonas el tipo de artículos que les interesan. Es decir, no mezclar las camisetas con la quincalla. El tipismo no basta para mantener vivo al Rastro. Ha de ser además comercialmente atractivo, glamoroso y agradable de visitar. Con frecuencia se confunde la tradición y el casticismo con el desaliño, la dejadez y la suciedad. Son muchas, muchísimas, las tiendas que da asco verlas y los tenderetes, salvo dignas excepciones, tampoco los presentan con demasiado primor. Otro tanto podría decir de los bares de tapas de por allí que antaño gozaron de merecida fama. En algunos hay tanta mugre que se necesita entrar con escafandra y echarle más valor que El Guerra para hincarle el diente a la fritanga. El Ayuntamiento puede encabezar la operación pero deberán ser los propios comerciantes quienes promuevan iniciativas capaces de relanzar el Rastro. Para ello es imprescindible el que se unan en una sola asociación con la autoridad necesaria para negociar con la Administración, asumir responsabilidades y empujar en una misma dirección. Ahora mismo aquello es un gallinero sin interlocutores medianamente representativos. Está claro que al Rastro hay que ponerle imaginación, trabajo, esmero y cariño. De no hacerlo los comerciantes chinos, que han empezado ya la incorporación, cambiarán inexorablemente su fisonomía. Será El Chinatown de Madrid.

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