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Guerras, mentiras y corrupción

El concepto de guerra preventiva no ha sido inventado en 2002 por Condoleezza Rice. Fue invocado en 1945 ante el Tribunal Militar Internacional de Nüremberg por la defensa de los principales jerarcas del Tercer Reich acusados del crimen de agresión.

La Carta de las Naciones Unidas sólo autoriza a los Estados miembros el uso de la fuerza en dos casos: para preservar o restablecer la paz y la seguridad, previa autorización del Consejo de Seguridad, y como respuesta a una agresión anterior, hasta que la Organización adopte las medidas pertinentes. Ante la ausencia de un previo ataque de Irak al que responder, y no habiendo conseguido del Consejo de Seguridad la anhelada autorización, los ideólogos del desafío de las Azores desempolvaron (desconociendo, suponemos, su antigüedad y origen) esa tercera categoría, la guerra preventiva, que había estado guardada tantos años, y aseguraron al mundo que también ella legitimaba el uso de la fuerza: ataques anticipatorios para prevenir un riesgo inminente y grave.

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Aunque no existe una definición universalmente aceptada del crimen de agresión ni de sus supuestos de hecho, se admite generalmente su configuración negativa: constituye agresión cualquier acción militar no necesaria para la defensa, propia o de la comunidad. Según la sentencia de Nüremberg, se trata "del más grave de los crímenes internacionales, porque en él se comprenden todos los demás".

El problema que enfrentan estos días George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar es que las razones invocadas hace un año para justificar la guerra se van desvaneciendo como el humo. Sabemos ya que no había armas de destrucción masiva en Irak, que Sadam Husein no disponía de laboratorios móviles, que no había comprado uranio a Níger y que no preparaba ninguna acción militar. Era sólo un dictador, uno de tantos, cuyo poder estaba desgastado por la guerra del Golfo y por una década de embargo y de bombardeos anglo-norteamericanos. ¿Por qué, entonces, nos llevaron a la guerra? ¿Mintieron deliberadamente los gobiernos norteamericano y británico, secundados por el español, al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y a la opinión pública mundial?

Confrontados a la inconsistencia de las razones argumentadas en su momento, Bush y Blair han decidido endosar la responsabilidad a sus servicios de inteligencia y constituir comisiones de investigación (Aznar no lo ha considerado necesario). A pesar de ello, las declaraciones del director de la CIA, de los responsables norteamericanos de la inspección de armas a Irak, del que fuera jefe de los inspectores de la ONU, Hans Blix, y los datos revelados tras el trágico final del científico británico David Kelly, indican que los servicios de inteligencia apuntaron la sospecha de la existencia de las armas, pero nunca dijeron que supusieran un peligro inminente. Fueron presionados, y sus informes, manipulados y exagerados.

Así pues, si no fue por las armas, ¿por qué? ¿Para deponer al tirano y devolver la libertad a los iraquíes, como ahora sostiene sin sonrojarse el presidente Bush? Obviamente, no: sólo en el área del golfo Pérsico hay al menos una docena de regímenes dictatoriales, cuya página de derechos humanos es tan negra como su petróleo, que no son molestados en absoluto.

Las verdaderas causas de la guerra parecen encontrarse donde cabía sospechar desde el principio: en el petróleo. Irak dispone de reservas estratégicamente vitales para el funcionamiento regular de la industria norteamericana, y Sadam Husein había comprometido a partir de 1995 la explotación de tan extraordinarios recursos con la empresa rusa LukOil y la francesa Total; norteamericanos y británicos, empeñados en el embargo por decisión de Bill Clinton, no participaban del banquete.

Los datos que se van conociendo indican que la decisión de invadir Irak fue muy anterior a la desautorización de las inspecciones de la ONU, y a la puesta en escena de Colin Powell ante el Consejo de Seguridad; anterior incluso a los atentados del 11 de septiembre de 2001, y presumiblemente no fue decidida en el contexto de la seguridad nacional, sino en el de la elaboración del Plan Energético Nacional que Bush encomendó a su vicepresidente, Dick Cheney, en enero de 2001, nada más llegar a la Casa Blanca.

Dos organizaciones no gubernamentales han reclamado a Cheney la documentación del Plan Energético y las actas de las reuniones secretas que mantuvo en la primavera de 2001 con los directivos de Enron y de otras compañías (entre ellas, Halliburton, la que Cheney presidió hasta 2000). Después de dos años de proceso judicial, una de las demandantes, Judicial Watch, ha conseguido la desclasificación de algunos documentos: contenían mapas de los campos petrolíferos iraquíes, de sus oleoductos y refinerías, y detalles de los proyectos de explotación y de las empresas extranjeras que pretendían contratos de Sadam Husein. Cheney se ha negado a publicar las actas, ha sido demandado judicialmente y condenado a divulgar todos los datos, pero ha apelado al Tribunal Supremo. Allí, el recurso debe ser resuelto, entre otros, por el magistrado Antonin Scalia, amigo personal del vicepresidente. Scalia ha sido recusado, pero se ha negado a abstenerse porque, según él, el caso no afecta personalmente a Cheney, sino a la función pública que éste desempeña.

Para Enron, el Plan Energético era cuestión de supervivencia. Arrastrada a la insolvencia por la gestión fraudulenta de sus directivos, necesitaba una urgente inyección de liquidez mediante la concesión gubernamental de nuevas centrales de energía y prospecciones petrolíferas. La ayuda no llegó a tiempo, la quiebra se precipitó y los directivos de Enron, incluido el amigo personal de George W. Bush y financiador de su campaña electoral, Kenneth Lay, enfrentan graves cargos criminales. Por el contrario, para Halliburton la guerra ha supuesto enormes beneficios: ha obtenido contratos en Irak por valor de entre 12.600 y 16.800 millones de dólares.

El de Dick Cheney no es el único caso de confusión entre política y negocios en el Gobierno norteamericano: son conocidos los vínculos de la familia Bush con el petróleo (el propio presidente fue socio en el golfo Pérsico de los familiares de Osa

-ma Bin Laden); Condoleezza Rice fue ejecutiva de Chevron, y Donald Rumsfeld es uno de los catorce miembros de la Casa Blanca que poseían acciones de Enron y tuvieron la clarividencia de venderlas con grandes ganancias poco antes de la quiebra. Todos ellos enfrentan ahora un problema adicional: nadie quiere ya responsabilizarse de una guerra que ha costado a los norteamericanos, hasta la fecha, 566 soldados muertos y 125.000 millones de dólares. El que fuera coordinador antiterrorista hasta hace un año, Richard Clarke, acaba de declarar ante la comisión de investigación de los atentados del 11 de septiembre de 2001 que Bush estaba obsesionado con Sadam Husein desde antes de esa fecha, que le presionó para buscar un vínculo, que no consiguió encontrar, entre Sadam y Al Qaeda, y que Rumsfeld propuso al Gabinete bombardear Irak en lugar de Afganistán el día después del 11-S. El Pentágono, por su parte, se ha visto obligado a retener los pagos e iniciar varias investigaciones a Halliburton al conocerse que la empresa del vicepresidente Cheney suministró alimentos en mal estado a los soldados norteamericanos, y vendió al Ejército en Irak gasolina del vecino Kuwait a precios exagerados.

El Tribunal de Nüremberg rechazó el argumento de los allí acusados que, como ahora Bush, Blair y Aznar, alegaron que la suya había sido una guerra preventiva: les condenó señalando que "una acción preventiva en territorio extranjero no se justifica más que en casos de una necesidad inmediata y urgente de defensa que no permita en modo alguno escoger los medios ni deliberar siquiera... lo que no ofrece paridad alguna con la dilatada premeditación y preparación de las agresiones incriminadas en autos".

La guerra de Irak no es comparable, por muchas razones, con la Segunda Guerra Mundial. Los principios jurídicos, sin embargo, son -tienen que ser- los mismos: la guerra de agresión es un crimen, con independencia de la dimensión del conflicto. Para las víctimas (más de 13.000 muertos, según BBC News), es indiferente perder la vida en una guerra pequeña o grande. El fiscal británico en Nüremberg, sir Hartley Shawcross, afirmó en 1945 que aquel juicio debía servir "como advertencia para los gobernantes del futuro". El norteamericano, Robert H. Jackson, aseguro entonces: "No podemos imponer a otros normas penales que no aceptemos que puedan ser también invocadas contra nosotros".

La doctrina vigente indica, pues, que cualquier acto de agresión constituye un delito internacional, y que tal conducta sólo puede quedar exenta de responsabilidad penal si quienes la cometen actúan amparados por una causa de justificación tan grave, al menos, como la conducta misma. La fabricación incontrolada por Irak de armas químicas o nucleares y su voluntad de usarlas indiscriminada e inmediatamente, o de cederlas con el mismo fin a grupos terroristas, hubiera justificado la conducta agresiva anglo-norteamericana, y también la de sus cooperadores necesarios. No existiendo ese peligro, no siendo desde luego inminente, la conducta no es excusable.

Persistiría aún en tal caso la posibilidad de un error que también podría excluir la responsabilidad penal. ¿Actuaron los gobiernos de la coalición en la creencia errónea pero fundada de que existía un peligro inminente, aunque a posteriori se haya comprobado que no era así? En ese punto del debate estamos en estos momentos.

Si Bush, Blair y Aznar no actuaron equivocados, creyendo de buena fe que se encontraban ante una emergencia vital; si sólo actuaron, especialmente el primero, para asegurar a su país una posición de ventaja en el mercado petrolífero, su conducta sería delictiva y estaría ayuna de cualquier justificación exculpatoria. ¿Será el contrato firmado por Sadam Husein con la empresa rusa LukOil para la extracción de 70.000 millones de barriles de petróleo, más de la mitad de las reservas iraquíes, lo que nos condujo a la guerra?

Si resultara, finalmente, que quienes tomaron las decisiones ejecutivas no hubieran perseguido siquiera intereses económicos estratégicos, sino el lucro de sus empresas, el crimen sería de gravedad extrema, y nos enfrentaría a una realidad terrible respecto a quiénes y cómo nos están gobernando.

En España, la lectura del artículo 590 del Código Penal arroja después del 11 de marzo una sombra dramática sobre el Gobierno de Aznar: "El que con actos ilegales o no debidamente autorizados... exponga a los españoles a experimentar vejaciones o represalias...".

La impunidad se caracteriza por el vacío de jurisdicción: existen las normas, pero no se aplican. Es el agujero negro de la justicia. Aun cuando, en aplicación del derecho nacional e internacional, pudiera construirse una acusación partiendo de los hechos ya demostrados, aunque pudiera sostenerse que se cometió un crimen contra la paz y que se violaron deliberadamente los tratados vigentes, es improbable que algún tribunal en el mundo administre justicia en este caso. Alemania y Japón fueron vencidos antes de ser juzgados. No puede intervenir la Corte Penal Internacional, porque el crimen de agresión no ha sido desarrollado en el Estatuto de Roma, ni lo será hasta 2009. Tampoco cabe esperar un tribunal ad hoc como los constituidos para la ex Yugoslavia o Ruanda, porque cualquier iniciativa en ese sentido recibiría los vetos norteamericano y británico en el Consejo de Seguridad. A los tribunales nacionales les suponemos carentes de la independencia y del poder que requeriría un proceso de esa naturaleza.

Presumiblemente, pues, el único tribunal que puede juzgar la guerra de Irak es el de la opinión pública, cuyo veredicto, en las sociedades democráticas, se pronuncia en las urnas. España ya ha juzgado. En Estados Unidos, la sentencia se conocerá en noviembre.

Carlos Castresana Fernández es fiscal Anticorrupción y profesor visitante de la University of San Francisco, California.

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