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Columna
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Ministros

Ante cada nueva legislatura, cambio o crisis de Gobierno central es ya rutinario que tanto los partidos políticos como los entes autonómicos periféricos porfíen por colocar en el Consejo de Ministros o sus aledaños el mayor número posible de militantes coterráneos o asimilados. Es una euforia de la que a menudo participa el vecindario, convencido quizá de que tal participación en altas instancias de la Administración se traducirá en beneficios materiales para el terruño, ya sean sectoriales o comunitarios. Se sobreentiende que es una manera eficaz de tocar poder y diligenciar los subsidios o las reivindicaciones más o menos históricas, que nunca faltan.

A la luz de esta observación pienso yo que los valencianos no vamos a salir mal parados en el reparto y traspaso de poderes que se lleva a cabo estos días. Por lo pronto será paisano nuestro el número dos del nuevo ejecutivo, decimos de Pedro Solbes, otro suena para Administraciones Públicas y Joan Lerma ejercerá de portavoz del grupo socialista en un Senado que posiblemente deje de hacer el papel de florero. Y no parará ahí la cosa. Se habla de más nombres y cargos de campanillas -unas y otros- para completar con testas femeninas la nómina valenciana en Madrid. Sólo Dios sabe cómo hubiéramos desembarcado en la Corte si el PSPV gana las elecciones en el País Valenciano.

No diré yo que resulte irrelevante tener convecinos o cofrades bien situados en las crujías ministeriales. Se supone que, llegado el caso, barrerán para casa y, si a mano viene, harán valer su influencia, con o sin ánimo de lucro. Pero no creo que se pueda esperar mucho más, y eso es muy poco para las expectativas que suscitan. Los valencianos, que se sepa, poco provecho le hemos sacado al cupo de ministros que nos ha tocado en suerte. ¿Qué dividendo hemos recibido de que Ricardo Samper presidiese incluso un Gobierno, o de que por sucesivos gabinetes hayan transitado prohombres como Cirilo Cánovas, Villar Palasí, Mortes Alfonso, Abril Martorell, Vicent Albero, Eduardo Zaplana y hasta la inevitable Carmen Alborch, entre otros pocos? Alguna fuente pública, acaso un puente y unas pocas aulas, amén de los favores personales insoslayables y la comparecencia en una u otra efeméride local. Eso es todo, o casi.

De lo cual se colige que el llamado poder valenciano, o nuestro peso regional -no damos para más- en el concierto de las autonomías y nacionalidades españolas no se cuece en los cenáculos y bastiones de la Administración Central. Allí, como está visto, podemos tener ministros, hasta tríadas de ellos, y no pintar por lo general nada, ni ellos ni la comunidad. Lo cual sería justo si tal fuese el trato igualitario que se le otorga a las demás provincias o entes territoriales similares. Pero nunca ha sido así. Ni cuando fuimos proveedores principales de divisas, ni cuando ha sido vital para nuestro desarrollo contar con infraestructuras adecuadas.

Y que nadie perciba en estas líneas el menor atisbo victimista, que no lo hay, pues resulta obvio, y no sólo a mi parecer, que desde Madrid gobernando, se nos ha tratado acorde con nuestros deméritos que, muy abreviadamente dicho, se subsumen en la fragmentación social, la crónica falta de liderazgo y la secular incapacidad para ahormar en tanto que valencianos un proyecto común. Nada nuevo, pero reiterativo de que no son los ministros indígenas quienes nos hayan de sacar las castañas del fuego ni suplir el poder que como país no tenemos.

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