El dilema de Europa
Además de proseguir la lucha contra ETA, manteniendo los éxitos del último año, dos eran las cuestiones cruciales que estaban sobre el tapete, la configuración territorial de España y el papel de nuestro país en la Europa futura. Después del brutal atentado del 11 de marzo, la máxima prioridad consiste en protegernos de un terrorismo de mucho mayor alcance y del que ignoramos casi todo, en primer lugar, si irá en aumento en los próximos años. El bárbaro ataque no sólo ha traído consigo un cambio de Gobierno que probablemente sin él no se hubiera producido, sino que influye de manera decisiva, como es obvio, en la política exterior, en la que hay que corregir los errores más graves del pasado, sin cometer otros nuevos por reacción simétrica, pero también en la interna que se plantea dentro de coordenadas nuevas.
En lo que respecta a la política interna, dos me parecen los cambios más relevantes. Por un lado, soy de los convencidos de que en el País Vasco no se podrá seguir diferenciando entre un terrorismo bueno, el de nuestros chicos, y otro brutal y descarnado, el del integrismo islámico. Una vez que el mundo abertzale ha condenado por vez primera al segundo y con una sociedad vasca que no aguanta más que se sacrifiquen vidas humanas para conseguir el objetivo político que fuere, la comprensión por ETA, reducida a mínimos en los últimos tiempos, ha recibido un golpe que pienso que podría ser definitivo. El terrorismo etarra al final moriría a manos de otro terrorismo todavía más descarnado. Por otro lado, los muertos de Madrid los han vivido todos los españoles como propios. Emocionalmente, y es una cuestión casi exclusivamente afectiva, se han robustecido los vínculos de pertenencia a un mismo pueblo. España es plural, y tiene aún que resolver la cuestión de su cohesión territorial, pero el dolor compartido ha puesto de manifiesto que también es una.
En el ámbito exterior, en unos pocos días los europeos han fortalecido su sentimiento de pertenecer a una Europa que tiene que enfrentarse a un enemigo común. Los europeos vivían el terrorismo de ETA, como vivieron antes el de IRA, como si fueran rarezas de países con historias muy particulares que no les concernían directamente. El atentado salvaje de Madrid, en cambio, al sentirlo como propio, ha acercado los unos a los otros, tanto o más que el euro, pero en muchísimo menos tiempo. El crimen estaba dirigido contra Europa y la respuesta ha de ser una cabalmente europea. En un principio fue la economía el objetivo común, pero una vez alcanzado, no basta con un mercado y una sola moneda; ahora es la seguridad la que exige aclarar el modelo final de la Europa en construcción. Tema este último de mucha mayor relevancia para cada uno de nosotros, y sobre todo para nuestros hijos, que la cuestión provinciana -respecto a Europa, somos provincia- del modo como se articule la península Ibérica. El atentado ha hecho coincidir ambas cuestiones, lo que podría favorecer la solución de la segunda.
Ya en la cumbre de Niza brilló por su ausencia una perspectiva europea, aferrado cada Gobierno a sus intereses nacionales de más corto alcance. El egoísmo de los Estados nacionales terminó por convertir al 2003 en un "año horrible" para la construcción europea: ruptura de Europa en una atlantista y otra que pretende conservar una cierta autonomía respecto a Estados Unidos; Francia y Alemania, que durante lustros habían sido el motor de Europa, pierden el liderazgo al saltarse el pacto de estabilidad, mostrando que unos son más iguales que otros; el proyecto de Constitución queda aplazado a las calendas griegas. Mustios y agotados, el primero de mayo vamos a celebrar la quinta y mayor ampliación, sin haber llevado a término las reformas imprescindibles que quedaron abiertas en Amsterdam, no se solventaron en Niza, ni resolvieron la Convención ni la Conferencia intergubernamental subsiguientes.
A la vista de dos objetivos tan urgentes, como son el consolidar la democracia y la economía de mercado en los países provenientes del bloque soviético y ampliar el mercado interior europeo como una forma de salir de la crisis, el que los Quince no hubieran cumplido con sus obligaciones no era razón suficiente para detener la ampliación. Pero si ya era arriesgada por el número de países que entran de golpe y sobre todo por el enorme desnivel entre la renta nacional de los nuevos y la media comunitaria, el que además se adhieran sin haberse llevado a cabo las reformas indispensables la convierte en altamente temeraria. Tranquiliza saber que en el último medio siglo Europa se ha ido haciendo, lanzándose a menudo al vacío sin paracaídas, y hasta ahora han sido más los éxitos que los reveses, aunque del fracaso de la Comunidad Europea de Defensa en 1954 todavía no nos hayamos repuesto.
Los próximos años de reacomodo de las instituciones y de asimilación de los nuevos socios pueden llevar consigo un estancamiento que favorezca el que afloren grupos con políticas propias que hagan aún más difícil un proceso de integración necesariamente con velocidades varias. El hecho más significativo es que en la nueva Europa el eje franco-alemán no podrá ejercer ya el papel de motor y guía que para satisfacción de todos ejerció en el pasado. Está por ver si, ampliado con el Reino Unido, el triunvirato podría desempeñar una función semejante. El cambio de Gobierno en Madrid permite abrigar la esperanza de que España vuelva a estar con los países que forman el núcleo central. Lo que es seguro es que, sin una dirección que funcione, Europa no podrá, no ya avanzar, sino ni siquiera consolidarse en el estadio actual.
En todo caso, a pesar de las dificultades previsibles, cuanto mayor el área integrada, mayor el provecho para el conjunto. En la mente de todos está la ganancia que la tercera ampliación trajo para España y Portugal, pero también para el resto de la Unión. Pese a que ahora es mayor la diferencia de rentas y en su mayoría son países aún en transición a la economía de mercado, a medio plazo la ampliación será ventajosa para todos. Ya lo ha sido en el último lustro de preparación, en el que han crecido las economías de los Diez y han aumentado de manera significativa los intercambios comerciales con los Quince.
La cuestión, empero, es cómo se distribuyan los beneficios entre los varios países del nuevo mercado ampliado. Indudablemente, unos ganarán con la ampliación más que otros. ¿Cuál es el pronóstico para España? La cuestión, en cuanto prefigura la posición que podremos ocupar en una Europa completa, es de mucho mayor peso que el que cabría barruntar, teniendo sólo en cuenta la escasa presencia española en el centro y este deEuropa. No pocas cuestiones sobre nuestro porvenir económico están ligadas a la anterior y, sin embargo, nadie las ha sacado a relucir en la campaña electoral tan salvajemente interrumpida.
Respecto al comercio con los nuevos socios, partimos de una situación muy débil. Nuestra cuota de exportación en el mercado de los Diez es de un 2%, mientras la de Alemania, el primer exportador en la zona, es del 25%. El 75% de las importaciones y el 65% de las exportaciones españolas se llevan a cabo con tres países, Hungría, la República Checa y Polonia. En los demás, la presencia española es muy enclenque. Preocupante es que a partir de 1998 las importaciones hayan aumentado a un ritmo muy superior al de las exportaciones y con Hungría el balance comercial sea ya deficitario. Además, a principios de los noventa España exportaba productos con mayor contenido tecnológico, mientras que los países de la Europa central y oriental, productos manufactureros tradicionales. Esta relación se ha deteriorado debido a que la producción altamente tecnológica la realizan en España multinacionales -por ejemplo, la industria automovilística- que muestran una tendencia a desplazarse al centro y este de Europa. Propensión que corrobora el hecho de que las entradas de inversión directa de los nuevos socios superan ya a las que llegan a España. Ofrecen estos países ventajas de localización (más cerca de los consumidores y menores costos de instalación), pero sobre todo salarios mucho más bajos. Los salarios medios de los nuevos socios ascienden al 16% de la media de los Quince, mientras que los de España representan el 77%, a lo que se añade en los países que compiten con nosotros un alto nivel educativo y abundante mano de obra calificada.
El efecto más conocido de la ampliación es que a partir de 2006 nos quedaremos sin los fondos estructurales y de cohesión, o por lo menos muy disminuidos, como consecuencia de la decisión de los más ricos de no aumentar el presupuesto comunitario. Si el nuevo Gobierno no lo remedia, en buena parte van a pagar la ampliación los países más pobres de los Quince, sobre todo España, que es el que hasta ahora más se ha beneficiado de estos fondos. Pero que pasemos a formar parte de los ricos simplemente porque entran otros más pobres, mero crecimiento estadístico, no deja de obligarnos a comportarnos como ricos, compitiendo con ellos en los nuevos países integrados. El reto es considerable, sobre todo ahora que volvemos a descubrir que la península Ibérica se encuentra en la periferia.
En diciembre de este año, la nueva Unión Europea tendrá que decidir cuándo se abren las negociaciones con Turquía, candidato formal ya lo es, sin duda la ampliación más problemática de las hasta ahora planteadas. El que asunto de tanta trascendencia para el futuro de la Unión no levante los debates más enconados muestra hasta qué punto los pueblos son indiferentes al proceso de construcción europea. Entre los informados predomina la resignación, mezclada con la esperanza de que estas negociaciones se prolonguen decenios, aunque cada vez con más frecuencia alcen la voz prestigiosos europeos que ponen hincapié en lo que para nuestro futuro implicará el que no se señalen con claridad los límites geográficos, ni se defina la identidad histórico-cultural de nuestro continente. Una Europa indeterminada en estos dos aspectos esenciales difícilmente podrá superar un mercado único en el que cooperan una franja grande de Estados, abiertos siempre a nuevas adhesiones. En cambio, una Europa económica, social y políticamente integrada exige trazar con claridad los límites geográficos y socioculturales, de modo que, una vez delimitado un recinto preciso, quepa un crecimiento hacia adentro. La entrada de Turquía hace imposible esta segunda opción y decanta el proceso de manera definitiva hacia el primer modelo de una Europa débil que se irá disolviendo con el paso del tiempo en un proceso continuo de ampliaciones.
La integración de Turquía rompe los límites geográficos y socioculturales de Europa, acabando con la posibilidad de una Europa política, social, cultural y económicamente integrada. No suficiente con ello, la extensión, con cerca de 800.000 kilómetros cuadrados, sería el mayor país de la Unión, y una población de 66 millones de habitantes, que en dos decenios podría superar a la de Alemania, con la renta más baja entre los viejos y nuevos socios, un 23% en relación a la de los Quince, modificarían por completo perfil y fondo de la Unión. También Rusia pertenece al continente y a la cultura de Europa en mucha mayor medida que Turquía, y desde el siglo XVIII, también con mucha mayor fuerza que el Imperio otomano ha sido una potencia sin la que no se entiende la historia de nuestro continente, y nadie pensará que Rusia podría adherirse a la Unión sin que ésta quedase aniquilada.
El factor decisivo que coadyuva a la entrada de Turquía es el apoyo, mejor sería decir la enorme presión de Estados Unidos. Durante la guerra fría, Turquía ha sido un socio de Occidente, tan fiel como fundamental, y Estados Unidos la ha ido colocando en todas las instituciones europeas (en el Consejo de Europa y en la OTAN desde que se fundaron en 1949) y hoy sigue siendo, aunque sin el recio convencimiento del pasado, el principal aliado de Estados Unidos, junto con Israel, en la política de consolidar en Oriente Medio y en Asia Central la hegemonía estadounidense. Si con la entrada de Turquía, además de favorecer al aliado principal, Estados Unidos elimina la posibilidad de una Unión Europea fuertemente integrada, miel sobre hojuelas.
Detrás de la cuestión turca está la primordial que nos ha de ocupar los próximos años: librarnos de la dependencia que impusieron las condiciones de la guerra fría y redefinir las relaciones transatlánticas en un plano de igualdad y de estrecha colaboración. El ataque terrorista de Madrid hace todavía más urgente el replantear unas relaciones con Estados Unidos de cooperación en la lucha contra el terrorismo en todos los distintos frentes (el militar es tal vez el menos eficaz), pero eso sí, sin supeditación, de modo que quepa denunciar los errores y mantenernos al margen de las aventuras que emprenda una Administración cegada por intereses particulares. El efecto más beneficioso del atentado de Madrid es que desencadenase una dinámica que impidiera la reelección de Bush.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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