De Lavapiés
El barrio de Lavapiés es y no es. Pocas veces una falta de identidad oficial ha escondido un sentimiento comunitario tan fuerte como el que define este vecindario madrileño. Quizá sea ésa la mejor forma de describir un espacio urbano que no es, sino parte del distrito de Embajadores, pero que es mucho más que eso también.
Una de las más empinadas calles del barrio es la de San Simón, llamada así en recuerdo de Simón de Rojas, un clérigo vecino de ella que, a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, hizo lo que pudo para apoyar la expulsión de los moriscos. Activo tanto en prensa como desde los púlpitos, al final Rojas consiguió su objetivo y el de algunos otros, y los moriscos españoles fueron obligados a abandonar España.
Durante los siglos XV y XVI el barrio de Lavapiés alojaba a una gran cantidad de españoles de origen mudéjar, los llamados moriscos. En su mayoría se trataba de los descendientes de musulmanes súbditos de los reyes cristianos (los mudéjares) que, tras su conversión al cristianismo, conservaban algunas prácticas culturales de carácter especial y diferenciador. En algunos casos, los moriscos practicaban el islam en el ámbito doméstico, mientras que mantenían la apariencia de cristianos en el trato con el exterior. En muchos otros, su conversión había sido sincera.
Sea como fuere, la postura intolerante de los partidarios de la expulsión acabó por triunfar, y el rey Felipe III decretó ésta en 1609. Frente a la realidad multiforme se impuso el pensamiento único y simplificador. El "todos son uno" (frase acuñada por Pedro Aznar Cardona, colega de Rojas) sentenció que todos los españoles de reciente y/o clara estirpe musulmana serían considerados enemigos del Estado y quintacolumnistas en potencia o de hecho de un enemigo que amenazaba desde el otro lado del Mediterráneo la supremacía del Imperio español en el Viejo Mundo: el Turco.
Ya en el siglo XVI, Lavapiés había sido un crisol de culturas, donde convivieron, entre otros: moriscos granadinos, castellanos o manchegos, junto con conversos de origen judío y buena cantidad de afro-españoles, esclavos o libres, sin olvidar a los cristianos viejos de todo origen, los gitanos, y otras identidades de las que ya hacían del Madrid que estrenaba capitalidad una urbe de mezcolanzas.
A Simón de Rojas tampoco le habrían gustado las carnicerías halal, ni los bares despidiendo olor a pinchitos y cuscús por la calle abajo, hasta ensancharse en la plaza.
Los moriscos, los buenos y los malos, los grandes y los chicos, los ricos y los pobres, fueron metidos en el mismo saco, en el de la otredad ignorada y odiada. Poco importa que algunos de ellos, expulsados a la fuerza del único barrio que habían conocido, acabaran arriesgando la vida por volver a una España que ya no les quería. Poco importó que algunos de ellos suspiraran en el exilio por no poder volver a asistir a una comedia de Lope en un corral, cruzando Atocha. Al final se hizo lo más fácil y lo más ruin, lo que desde su estrechez predicara Simón de Rojas: hacer uno sólo de varios cientos de miles de hombres, mujeres y niños, simplificar en uno sólo (el morisco "enemigo") la realidad multiforme de moriscos amigos, hermanos y vecinos.
Casi cuatrocientos años después de aquel error, se hace más necesario que nunca para este barrio de esencia mestiza aprender de él, y no volver a simplificar a nadie, ni a los moriscos de entonces, ni a los musulmanes de ahora, que trabajan y viven en paz y desean seguir haciéndolo, en un barrio en el que ya no hay sitio para un Simón de Rojas, sino en la placa de una calle.
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