Los niños y el terror
Ana, una niña encantadora de casi cinco años de edad, recibe tratamiento en nuestra clínica de psiquiatría infantil desde hace varios meses. Uno de sus problemas es el llamado "mutismo electivo", un retraso en el desarrollo del lenguaje para el que no se encuentran razones orgánicas. Ana es la única hija de un matrimonio hispano. Sus padres no hablan inglés. Puesto que Ana no se expresa a través del lenguaje, sus sesiones terapéuticas se realizan a través del juego. Hoy, como en muchas de las últimas sesiones, Ana se lanza sobre unos bloques de madera con los que trata de construir pequeñas torres. A renglón seguido, selecciona, de entre todos los juguetes disponibles, helicópteros o aviones, si están a la vista, con los que derriba las pequeñas torres, estableciendo un círculo de destrucción y reconstrucción que dura tanto como dure la fase de juego espontáneo.
Hay que hacer notar que Ana tenía apenas poco más de dos años el 11 de septiembre de 2001, que su madre estuvo muy ansiosa durante los días y semanas posteriores y que -con Ana siempre cerca de ella- se pasaba horas delante de la televisión contemplando, una y otra vez, cómo se caían las Torres Gemelas, la huida de las masas corriendo despavoridas entre asfixiantes nubes de polvo, y el irreconocible montón de hierros retorcidos -ardiendo durante semanas- a que quedaron reducidas las imponentes torres.
Así como las conquistas de la ciencia sobre el estrés postraumático de los adultos son innegables, se sabe bastante menos respecto al impacto de situaciones traumáticas en las mentes infantiles, inmersas, como están, en pleno proceso de maduración y de desarrollo. Tal situación hace a los niños más vulnerables a los efectos negativos de experiencias destructivas y hace que tales efectos -en cuanto inciden en el proceso de desarrollo- sean más duraderos y extensos que los que se producen en las personas ya adultas.
En Estados Unidos, ya la destrucción terrorista de un edificio del Gobierno federal en el Estado de Oklahoma, en 1995, iluminó el carácter masivo de las reacciones de estrés en los niños y adolescentes a través de muestras de población general. Pudieron observarse entonces no sólo la extensión de síntomas de estrés entre la población infantil, sino las fuertes correlaciones existentes entre intensidad de la exposición a la situación traumática y prevalencia de síntomas de estrés. También quedó clara entonces -quizás por primera vez- la capacidad de las imágenes destructivas televisadas para inducir ansiedad entre miembros de la población general; hecho redemostrado hasta la saciedad tras la destrucción terrorista de las Torres Gemelas en Nueva York. De hecho, más del 40% de niños que dedicaban varias horas a la visión de programas de televisión relacionados con la explosión terrorista, desarrollaron síntomas de estrés tales como temblores, taquicardia y sensación de terror. Lo aprendido de los estudios realizados en Oklahoma nos hizo posible en el 11 de septiembre en Nueva York desarrollar una estrategia de intervención triple:
1. Por una parte, asegurar que todos los niños escolarizados en la ciudad recibían al menos una evaluación sencilla que, a modo de cribaje, permitiera establecer la presencia de síntomas de estrés o de factores de riesgo que hiciesen posible la aparición posterior de los mismos.
2. Establecer vínculos con profesores y personal sanitario en todos los colegios, a fin de transmitir información y apoyar la labor preventiva de los profesores, pedagogos, padres -a través de sus asociaciones- y maestros. Estos vínculos hicieron posible que la propia escuela se convirtiera en un centro de información e intervención sobre el estrés, y que se facilitaran técnicas sencillas de intervención que pudieran ser realizadas por el personal escolar con el apoyo y la supervisión de psicólogos y psiquiatras especializados en el diagnóstico y tratamiento del estrés postraumático.
3. Facilitar la referencia de niños con graves riesgos de trastornos postraumáticos (por ejemplo, que han perdido a familiares o allegados, que han sufrido trastornos de ansiedad en el pasado o que cuentan con poco apoyo sociofamiliar) a centros especializados dentro del sistema de salud. Tal tarea continúa hoy día; de hecho, Ana, nuestra pequeña y encantadora paciente, fue referida desde uno de los colegios a los que prestamos asesoramiento.
El caso de Ana presenta algunos otros rasgos paradigmáticos: es hija de inmigrantes, y la población inmigrante (sobre todo la hispana) presentó -tras el 11 de septiembre- índices de estrés postraumático, ansiedad y depresión significativamente superiores a la población general. Tal hecho hace pensar de la necesidad de intervenciones preventivas en poblaciones inmigrantes en general y, desde luego, en los hijos y allegados de las víctimas mortales de los más de once países representados entre las víctimas del 11-M. También Ana vivió su experiencia de terror, antes de la adquisición de la función del lenguaje, iluminando la importancia de la utilización de técnicas no verbales (el juego, el dibujo, la escenificación, entre otros) para la articulación, expresión y resolución de sentimientos profundamente conflictivos o aterradores.
Es en cierto modo consolador pensar que los niños de Madrid, en los distintos grados en que el terror y el miedo han irrumpido en sus jóvenes e inocentes vidas, pueden beneficiarse de las diversas estrategias de prevención e intervención que la psiquiatría y sus ciencias afines han contribuido, al duro precio del dolor de los niños de Oklahoma, Nueva York y tantos otros.
Manuel Trujillo es director del Servicio de Psiquiatría del hospital Bellevue de Nueva York.
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