Reivindicar Europa
Stephen Roach, economista principal de Morgan Stanley, encabeza esta semana su comentario sobre la economía mundial con una frase que no admite equívocos: "Nunca he visto a Europa peor". En su opinión, los tres shocks sufridos por el continente a lo largo de los últimos meses -la apreciación del euro, el fiasco del Pacto de Estabilidad y ahora el terrorismo- amenazan con condenar a los europeos a la resignación y a convertir el sueño de la Unión Economica y Monetaria en una prolongada pesadilla. Incluso para los lectores más familiarizados con el pesimismo apocalíptico de Roach, el veredicto es inquietante por su franqueza, al tiempo que permite maliciarse que en los aledaños de Wall Street las visiones derrotistas sobre el continente gozan de amplia popularidad.
Resulta extraño, a estas alturas de la globalización, que todavía haya quien piense que cuanto peor le vaya a tus socios, mejor te puede ir a ti
La verdad es que durante mucho tiempo todos hemos oído hablar de la "insostenibilidad del modelo europeo" y de su exasperante incapacidad para atajar la rigidez de sus mercados y su falta de competencia. A esa escasa ambición reformadora se le ha atribuido la responsabilidad del diferencial de crecimiento abierto en la última década entre Estados Unidos y Europa -alrededor de 1 punto porcentual anual- y su plasmación más inmediata: hoy, el norteamericano promedio es un 30% más rico que su colega europeo. El único problema con el anterior diagnóstico es que basta con dar la espalda a las preconcepciones para descubrir que el mayor crecimiento demográfico norteamericano absorbe la totalidad del diferencial de aumento del PIB. O, dicho de otra manera, que a lo largo de la última década, la renta per capita de europeos y norteamericanos ha crecido al mismo ritmo. Es más, un análisis un poco más detallado lo que pone sobre el tapete es que tras la supuesta "enfermedad europea" no hay un insalvable problema de brecha de productividad, sino más bien que los europeos trabajan menos horas al año que los americanos.
Visto así -y sin entrar en profundidades distributivas-, los análisis intimidatorios sobre el futuro de eurolandia con los que ocasionalmente se nos obsequia tienen bases objetivas menos justificadas de lo que pacientemente asumimos. Quizás en la última década Europa debería haberlo hecho mejor en términos macroeconómicos, pero una cosa es reconocer la existencia de ese margen y otra muy distinta inferir sin solución de continuidad que los europeos deben resignadamente aceptar que el continente está condenado a un imparable estancamiento económico y a un inevitable estallido de su nueva realidad institucional. Sencillamente, ni lo uno ni lo otro son verdad. En términos macroeconómicos, porque, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, Europa no ha apurado al límite todos sus instrumentos de política monetaria o fiscal, algo que tiene su reflejo más claro no sólo en las menores tasas actuales de crecimiento, sino fundamentalmente en sus menores brechas fiscales y en un saldo de balanza corriente considerablemente menos preocupante que el norteamericano. No es ésta la peor situación imaginable cuando hay que enfrentarse a un escenario de potencial caída de la tolerancia al riesgo por parte de los inversores.
Respecto a la determinación reformadora -y dejando al margen lo que ya está pasando en Alemania-, el cambio estructural más importante que el continente puede adoptar es el relanzamiento del proyecto europeo. Macroeconómicamente, porque la ampliación europea es un shock de oferta para la zona que va a activar decisiones empresariales de inversión similares a las que a partir de 1986 contribuyeron a que Portugal, España y Grecia iniciaran la convergencia real con el núcleo europeo. Un cambio de entorno macro al que habrá responder inteligentemente. Políticamente, porque una vez que los atentados de Madrid han revelado la dimensión global de la amenaza terrorista, una mayor integración a través del refrendo de la Constitución europea es la forma más eficiente de poder aspirar a los niveles de seguridad que reclama la sociedad europea. Europa puede mejorar, pero está lejos de ser una historia de fracaso o una utopía.
Lo que sí resulta extraño a estas alturas de la globalización es que todavía haya quien piense que cuanto peor le vaya a tus socios, mejor te puede ir a ti. Deben ser cosas de analistas abducidos por su irrefrenable apuesta por el fracaso.
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