El polvorín de Kosovo
La primera mecha que encendió la tragedia yugoslava prendió en 1981, precisamente en Pristina, en Kosovo. Ocurrió un año después de la muerte de Tito: el efecto sobre el nacionalismo serbio fue el estallido de la protesta que después generó el advenimiento de un caudillo como Milosevic. Hoy estamos confrontados nuevamente con los Balcanes, lugar que produce -según la cínica ocurrencia de Churchill- "más historia de la que podemos consumir". Otros han llamado a esta región, alternativamente, "polvorín" o "escaparate" de Europa, "termómetro europeo" o incluso "cuna de la civilización europea". Aquí de nuevo arden las casas, la gente huye, se dispara, se protesta y también se mata. La vuelta de la violencia a Kosovo corre el riesgo de hacer estallar de nuevo la olla a presión de los Balcanes. Kosovo sólo estaba pacificado en apariencia. En la base de esta ficción se encontraba toda la ambigüedad de la resolución 1.244 de Naciones Unidas; una resolución que señalaba a Kosovo como parte integrante de Serbia, dando a entender, sin embargo, que su estatus debería definirse en un segundo momento: un problema postergado y marginado por otros acontecimientos como la guerra de Afganistán, la de Irak y el terrorismo islámico. Una ambigüedad de este tipo puede narcotizar durante algún tiempo una situación, pero, desde luego, no puede solucionarla. Después del bombardeo de la OTAN y la ocupación de las tropas de la Kfor, bajo las cenizas quedaba todavía el fuego que no se dejaba apagar. La nueva crisis kosovar estaba prevista, los problemas fundamentales no se habían resuelto en modo alguno.
Los oprimidos de antaño se han convertido en opresores. Y esto es inaceptable
Estos días hemos oído al presidente serbio Kostunica hablar de "cantonización" de Kosovo. Hace cinco años no era posible imaginar que se aceptase algo semejante por parte serbia. Hoy, en cambio, por parte albanesa, nos llega un rechazo igualmente impregnado de extremismo. Ayer como hoy, en la base de todo esto estaba y está este afán de poder absoluto que corre el riesgo de hacer estallar el polvorín. Una parte del nuevo poder de los albaneses kosovares, sobre todo la relacionada con el viejo UCK, se ha mostrado dura, dividida en su interior y poco tolerante. Incapaz de plantear el problema de las minorías, bien sea la serbia, bien algunas otras como la gitana. Tampoco ha sido capaz de recordar que los albaneses kosovares eran una minoría que, antes de Milosevic, encontró en la ex Yugoslavia un estatuto mucho mejor que el de sus hermanos en Albania. Sin embargo, ni siquiera los líderes más abiertos como Rugova -el más culto y tolerante- han hecho un gesto en este sentido, ni una sola vez se han reunido con los serbios de Kosovo -que han permanecido en el apartheid- para hablar con ellos e intentar empezar a buscar una solución.
Nos encontramos frente a una arrogancia mezclada con venganza y un odio mal disimulado, en efecto recíproco, una actitud que ya se había manifestado en Macedonia. Los albaneses han pedido demasiado a una república herida como la macedonia, rechazada un poco por todos: los serbios nacionalistas la consideraban la Serbia del sur; los búlgaros, una parte de su nación; los griegos nunca han reconocido una minoría macedonia no demasiado grande en Grecia. En lugar de respetar a esta nación tan vulnerable, hemos visto tiroteos, agresiones, ataques. Es lo que está ocurriendo hoy en Kosovo. Que está relacionado con lo que había ocurrido también en Macedonia. Se trata de una intransigencia que connota un nacionalismo fuertemente agresivo. Pero el nacionalismo serbio que bombardeó Sarajevo durante 1.350 días y mató a 1.500 bosnios musulmanes en Srebrenica no se ha calmado después de que fueran encarcelados en La Haya Milosevic y Seselj. En las últimas elecciones, éstos obtuvieron un porcentaje altísimo (cerca del 35%). Estos nacionalistas practicaron, de forma algo más discreta pero no menos decidida, la retórica antialbanesa que da por supuesto que Kosovo es totalmente serbio. En la base de esta actitud hay un romanticismo nacionalista nunca eliminado, que aún hoy celebra una batalla perdida hace más de seis siglos, convirtiéndola en el eje de la propia identidad nacional. Hoy, para formar su Gobierno, Kostunica ha necesitado los votos del partido de Milosevic para gobernar.
La falta de gobernabilidad que domina la realidad política de Serbia provoca muchos vacíos en los que el extremismo se insinúa y conquista cada vez más espacios. No es fácil cambiar esta actitud retrógrada. Por otra parte, hay que decir que existe una verdadera y fundada preocupación por parte de Serbia por salvaguardar los lugares de su propia identidad en Kosovo: las iglesias, los monasterios con algunos de los más hermosos iconos de la Europa ortodoxa, patriarcados como los de Pec, y los santuarios de Gracanica y Dencani. No es casualidad que los albaneses apunten a estos lugares, porque atacarlos quiere decir borrar cualquier huella de la identidad serbia en Kosovo. ¿Qué pueblo dejaría pasar una ofensa semejante a su legado histórico y cultural? La actitud de la comunidad internacional ha resultado débil, torpe y ambigua. El problema de Kosovo, en modo alguno resuelto, ha sido sencilla y culpablemente arrinconado, hemos visto que había otras prioridades. Parece que a la comunidad internacional sólo le interesa conservar un tambaleante statu quo tanto en Kosovo como en Bosnia. Las dos realidades -la kosovar y la bosnia- se han visto relacionadas al darse cuenta de que Kosovo está perdido para Serbia, se ha jugado sobre una falsa promesa: que la república serbia en Bosnia pudiera ser una compensación para esta tierra. En efecto, esto ha impedido la creación de un auténtico Estado bosnio y ha paralizado por completo el futuro de la misma Bosnia. En una situación semejante, cada uno debería sacrificar algo para alcanzar la paz. Y nadie está dispuesto a hacerlo. Quizá la idea más racional sería la de un justo reparto del territorio kosovar, ¿pero cómo poner de acuerdo a las dos partes para saber cuál es el adecuado? Para avanzar habría que derrotar -y aquí está el papel decisivo de la comunidad internacional- el afán de poder absoluto que une a los dos nacionalismos. Es así.
La mayoría albanesa se ha mostrado, de hecho, incapaz de gestionar la situación manifestando fuertes contradicciones internas y siendo incapaz de realizar cualquier gesto de apertura hacia la minoría serbia. Olvida que durante mucho tiempo, en la ex Yugoslavia, los kosovares albaneses estuvieron en minoría política precisamente en Kosovo, y justamente pidieron respeto por la salvaguarda de sus derechos, de todo lo que ahora no quieren conceder. Los oprimidos de antaño se han convertido en opresores. Y esto es inaceptable. La comunidad internacional debe sacar a la luz la cuestión de Kosovo y buscar activamente una solución, y debe hacerlo no sólo por un principio de justicia, sino también para evitar que Kosovo se transforme en una nueva trinchera avanzada del integrismo islámico en el corazón de Europa. Hay que decir que allí se da una gran paradoja: los albaneses musulmanes, con más del 60%, son los musulmanes menos extremistas de todos. Nunca ha habido allí conflictos religiosos entre cristianos y musulmanes.
Por otra parte, la respuesta serbia condenada incluso por los nacionalistas, la de incendiar las pocas mezquitas que existen en algunas ciudades serbias, puede hacer que surjan enormes malentendidos, pagados a un precio altísimo: si el islamismo decide castigar a Serbia por esta profanación de los templos islámicos, la situación en esta república puede volverse aún más grave. El contexto mundial en que se desarrollan estos acontecimientos es trágico. Ninguna persona honesta puede deseárselo a un pueblo que ya ha sufrido tanto, a una nación debilitada y empobrecida en esta guerra, a la gente que intenta salvarse y empezar a vivir con normalidad.
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