El alcance del racismo
La obra narrativa de Franz Werfel (1890-1945) vive últimamente en España un notable empuje editorial. Es difícil resistirse al nervio fabulador del autor praguense, cuyo gran despliegue épico, entre sofisticado y chillón, al estilo Metro-Goldwyn-Meyer, se hizo mundialmente famoso con La canción de Bernadette. Después de La novela de la ópera (Espasa, 2002), sobre la vida de Verdi, de dos nouvelles bajo el título La muerte del pequeño burgués (Igitur, 2003), se publica ahora su opus mágnum, Los cuarenta días del Musa Dagh, el dramático relato del primer genocidio sistemático del siglo XX, perpetrado por el Gobierno turco en el pueblo armenio. No extraña que un escritor judío se sintiera fascinado por el tema, aunque sí asombra la exactitud premonitoria de esta ficción: fue uno de los libros más leídos por los perseguidos del nazismo.
LOS CUARENTA DÍAS DEL MUSA DAGH
Franz Werfel
Traducción de Nora Gutmann
Losada. Madrid, 2003
838 páginas. 36 euros
Werfel concibió el proyecto en 1930, en un viaje a Siria, al ver las condiciones en que subsistían los armenios sobrevivientes de las matanzas de 1915 y conocer la historia de la resistencia de los habitantes de seis pueblos en el macizo del Musa Dagh (la montaña de Moisés) que, tras cuarenta días de asedio por el Ejército turco, fueron salvados por barcos de guerra aliados.
De vuelta a Viena, se documentó
exhaustivamente y elaboró en sólo nueve meses un impresionante, si bien hipertrófico, cuadro histórico, construido alrededor de un personaje heroico, Gabriel Bagradian. Cómo retorna este intelectual armenio rico y residente en París con su esposa francesa y su hijo a la tierra de origen, cómo se convierte en líder circunspecto de la sublevación y organiza la precaria vida de la comunidad asediada, pertenece a lo mejor de un libro que flaquea, sin embargo, por su ambición desmesurada.
Los cuarenta días del Musa Dagh, aparte de ser un testimonio del sufrimiento, acomete la épica bélica y la utopía social, la novela de formación y el estudio de caracteres, con múltiples figuras secundarias. Y son estos personajes, no el idealizado emigrante repatriado, quienes otorgan color y credibilidad al relato: el joven pastor protestante, el farmacéutico filósofo, el desertor ruso, todos extremados pero compactos. De hecho, los extremos opuestos forman, en general, la horma aplicada por este autor que oscila, tanto en su estilo como en su psicología, entre lo sutil y lo burdo. Esto queda patente, sobre todo, en los personajes femeninos, meros portadores de tópicos. Julieta, la mujer de Bagradian existe sólo como "madre armenia" y venerada "princesa". Cuando comienzan las penurias, la refinada parisiense resulta demasiado endeble, y no sólo físicamente sino también en el aspecto moral: en medio del silbido de balas y golpes de cañón, se deja seducir por un pianista de variedades.
Semejantes disparates obedecen, no obstante, a una lógica perversa. Al no tener sangre armenia, Julieta es incapaz de vincularse de verdad con la causa del pueblo perseguido. Ni ser fiel a su marido, quien presiente este alejamiento y se enamora, al mismo tiempo, de una armenia joven. Y así, todas las relaciones y actuaciones individuales están constreñidas por la clase social y la sangre. La población árabe de la región es representada como chusma primitiva, mientras la armenia es laboriosa y honrada; una niña, deficiente mental, es despreciada por su deficiencia, y además por cobarde y traidora; la poligamia de los turcos musulmanes es signo de su inferioridad moral (polarizaciones que la muy libre traducción, al omitir frases completas, no siempre refleja). En su afán por denunciar los terribles efectos del odio racial, Werfel se sirve de la terminología racista propia de la época. La novela, que pretende ser un llamamiento a la justicia, propala, como cualquier best seller barato, un maniqueísmo peligroso. Los cuarenta días del Musa Dagh siempre fue considerada una novela política importante y, ciertamente, tiene el mérito de haber erigido un monumento a las víctimas del genocidio armenio, pero, desde luego, no a la tolerancia y a la solidaridad. El lector de hoy seguramente será más receloso de los valores que propaga.
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