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Columna
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Día

"ME VUELVO a contemplar Los Arnolfini", afirma Robert Lowell (1917-1977) en 'Matrimonio', poema incluido en el que fue su último libro Día a día (Losada), según versión de Luis Javier Moreno, "y veo que ese joven, / comerciante italiano que pintara Van Eyck, / no fue ni sacerdote ni soldado. / En época de fe no le sonroja / presentarse sin armas, pálido y largo el rostro, / en su alcoba nupcial...". Antes, en la primera parte de este mismo poema, Lowell ha explicado su interés por esta obra maestra, no sólo por su evidente excelencia artística, que alaba por ser como la vida de los allí retratados "un sutil entramado de detalles menudos", sino por reconocerse él mismo, junto a la que entonces era su tercera esposa, Caroline Blackwood, a la sazón preñada, como si ambos fueran una réplica actualizada de ese par de plácidos burgueses a los que, cinco siglos antes, inmortalizó el genial pintor flamenco. Con hermosas palabras, entreveradas por alguna melancólica invocación, continúa Lowell, como extasiado ante esta añeja representación del amor nupcial en la que pugna por reconocerse: "En sencillez y amor se hacen rivales... / Rezan y esperan, como si del cielo / soplase el mismo aire que cuando se casaron / y que ese viento fuese una visita / habitual y no el raro milagro / de la luz más exacta / para el sagrado instante del fotógrafo". De todas formas, en el colofón de esta autorreferencial alabanza erótica, ya Lowell anuncia premonitoriamente que la amante esposa sobrevivirá veinte años a ese confiado comerciante italiano, tal y como le habría de ocurrir a él, que falleció al poco de publicarse Día a día.

Vástago de casta irlandesa y católica de Boston, Robert Lowell prendió como una ardiente luminaria en la poesía estadounidense de después de la Segunda Guerra Mundial. Múltiples veces quebrantado por los excesos y la fragilidad psíquica, a pesar de su accidentada existencia, Lowell trocó en versos inolvidables los tumbos de la vida, que apuró hasta el final, pero no sin dejar de proporcionarnos el testamento de Día a día, donde retrospectivamente contempla todos los afanes acumulados, signados por la derrota, aunque quizá redimidos por el verbo encarnado de las musicales palabras.

"Éramos artesanos, mas se nos contrataba / como si obreros fuésemos sobre quienes se ejerce / la libre libertad de los mercados / y sus particulares caridades", dice asimismo Lowell haciendo balance elegiaco del empeño artístico de su generación. Pero el fuego consumido en vivir y cantar siempre al límite no se encerró sólo en el marco dorado que contenía Los Arnolfini, de Van Eyck, su última postal matrimonial, sino en la apelación a otro maestro posterior en el epílogo de Día a día, donde, tras preguntarse por qué no contar lo que ha ocurrido, concluye: "Agradezcamos ese don exacto / que Vermeer otorgó a la luz del día / para cruzar un mapa, como hace la marea, / hasta alcanzar, segura de su añoranza, / a la chica ofrecida por su cuadro. / Somos pobres acciones transitorias / y por ello advertidos / de que a cada figura de la foto / debemos otorgarle su nombre verdadero".

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