_
_
_
_
CRÓNICA DEL 11-M
Crónica
Texto informativo con interpretación

¡Éste, a trauma!, ¡éste, a quirófano!

A las 8.00, la ciudad aún desconoce la gravedad de la tragedia, pero los hospitales se llenan de heridos

Aroa viaja en el primer tren que explota. Sale corriendo hacia el andén, alcanza los arcos de la estación de Atocha, busca su teléfono móvil y llama a la oficina para decir que ha habido una explosión, que se encuentra bien, que llegará tarde... Pero al otro lado del teléfono no hay nadie. Lo que suena es el mensaje grabado, el pitido inconfundible del contestador automático. Aroa apenas puede articular palabra, jadea, se asfixia, no oye nada, cree que está hablando con una compañera de trabajo y dice:

-Montse, oye... Estoy... Estoy en Atocha, ha habido una bomba en el tren y hemos tenido...

Se oye otra explosión.

-Ahh, socooorro, ahh...

Suena una tercera explosión. Los gritos de Aroa y de otros viajeros aumentan y se confunden en la lejanía. Se interrumpe la comunicación. El contestador emite un segundo pitido y la oficina vuelve a quedar en silencio.

Sorprendentemente, a pesar del nerviosismo, las camillas no chocan unas con otras
Más información
Una página 'web' pone en contacto a heridos y voluntarios del 11-M
El día de las cosas sin dueño

Anselmo Blanco tiene 38 años. Camina junto a su compañero Chico Cabezudo por la vía 3 de la estación de Atocha. Ambos son factores de circulación, empleados que vigilan sobre el terreno el tránsito de los trenes. Oyen una explosión en el último vagón del cercanías que se ha detenido en la vía 2. Los dos se echan a correr en direcciones opuestas. Obedecen a un impulso que ellos llaman "el instinto del ferroviario". Chico corre hacia la estación y Anselmo lo hace justo en dirección contraria, hacia fuera, cruzando los brazos como si fueran las aspas de una hélice para detener un cercanías que, procedente de Villalba, se dispone a entrar en la vía 1. Consigue pararlo. Escucha entonces una segunda, una tercera explosión. Se dirige a toda prisa hacia el lugar de la detonación y le dice a los supervivientes que corran. A Anselmo, tan metido en su trabajo, no se le pasa por la cabeza que también a él lo estarán buscando. Durante horas, sus compañeros lo dan por desaparecido.

-Centro de pantallas del Ayuntamiento de Madrid. ¿Cómo está la situación del tráfico?

Es la pregunta de cada mañana en la radio. Pero hoy la respuesta es distinta. Los conductores que se desesperan escuchan desde sus vehículos:

-Hay que evitar Atocha porque se están produciendo retenciones en esa zona. Está tomada por peatones en la calzada. Eviten Atocha.

Anselmo Blanco corre hacia el cercanías que viene de Villalba y logra detenerlo

Se trata de viajeros que huyen del espanto, algunos malheridos, aunque desde la altura de las cámaras sólo son, todavía, peatones que toman la calzada.

Alberto Ruiz-Gallardón sigue en casa. Suena su móvil. Es un mensaje de texto de Pedro Calvo, su concejal de seguridad, el hombre de quien dependen los 6.500 policías locales de Madrid, los 1.580 bomberos y los 501 trabajadores del Samur. Se ha despertado a las 7.43. Uno de sus colaboradores, Fernando Autrán, le informa de los atentados. Intenta llamar inmediatamente a Ruiz-Gallardón, pero fallan las comunicaciones. Calvo decide entonces enviarle un mensaje por el móvil antes de ducharse y vestirse.

-Explosión en Atocha. Parece muy grave. Te mantengo informado.

En la estación de Santa Eugenia, Cayetano Abad, técnico de comunicaciones del Ministerio de Hacienda, se despierta en el pasillo del tren abrazado a su hija Ana, de 14 años. Ha recobrado el conocimiento después de la explosión. Está aturdido, pero se levanta. Su hija, que ha perdido las lentillas, quiere coger un telégrafo, el trabajo manual que tiene que presentar hoy en el colegio. Pero Cayetano le dice que es mejor marcharse. Él lleva la nariz levantada, la cabeza rajada por varios cristales, la frente abrasada, el labio inferior roto y la cervical y el pecho contusionados. No oye apenas nada. Y no quiere llorar delante de su hija. Él nunca vio llorar a su madre y ese recuerdo lo ayuda a proteger de esa manera a la muchacha.

-Papá, vámonos a casa- le grita Ana llorando.

Ibarretxe llama a Gallardón para darle el pésame. Luego, recibe una llamada de Otegi

Se abren paso entre brazos y vísceras.

Gallardón sigue escuchando la radio. Llegan las primeras noticias, parecen preocupantes, pero no extraordinariamente dramáticas. Gallardón es ahora quien llama a Pedro Calvo y éste le informa.

-Están actuando ya las urgencias. Ha sido una bomba. No han rastreado la zona, así que quédate donde estás. Yo tampoco puedo acercarme. No puedes venir.

El alcalde no le hace caso. Da orden a su chófer de dirigirse hacia la estación de Atocha. Sigue escuchando la radio.

Iñaki Gabilondo da paso al periodista Severino Donate para que relate lo que están viendo sus ojos:

-La imagen es muy parecida a las que vemos en Jerusalén cuando explota un autobús. Veo dos vagones reventados. Hay muchísimos heridos. Puede haber víctimas mortales

José Antonio Serra Rexach, director de asistencia sanitaria, tiene un pequeño aparato de radio encendido en su despacho de la cuarta planta del edificio de Gobierno del Hospital Gregorio Marañón. Ha escuchado la noticia de la explosión de una bomba, pero su vista está pendiente del ordenador: 125 enfermos en urgencias. La peor noche de estos últimos siete meses. De pronto oye el sonido de las sirenas de las ambulancias. Decide bajar a urgencias.

En el camino se cruza con Francisco Duque, psicólogo. Ha recibido una llamada de su madre unos minutos antes, anunciándole que había estallado una bomba y que estuviera tranquilo, que su sobrina no venía hoy en tren a Madrid. Oye también las sirenas de las ambulancias. Y decide bajar a urgencias.

Las emisoras de radio han modificado ya su programación. Habla Iñaki Gabilondo:

-Parece que ETA está detrás de todo esto y asoma con su lenguaje habitual de miedo, horror e ira. Esa es la impresión que todos tenemos. Son las ocho y siete minutos.

La realidad es pavorosa en urgencias. Varias ambulancias están sacando heridos. Hay desconcierto. Surgen las preguntas. ¿Qué ha sido? ¡Una bomba!, ¡una bomba! ¿Cuántos heridos hay? ¡Muchos!, ¡muchos!, ¡es una situación de guerra!

La noticia recorre todas las esquinas de un hospital donde nunca se ha ensayado la reacción ante una catástrofe externa. El incesante sonido de las sirenas pone en guardia a todo el personal sin necesidad de una orden. No hay cambio de turno a las ocho de la mañana. Todos deciden quedarse. Y actuar deprisa.

Prioridad uno: despejar las urgencias de los enfermos de la noche. Quien puede empuja una camilla. Francisco Duque ve a un catedrático haciendo de celador. "Sale una cama cada 15 segundos", piensa, y luego repara en otro detalle: "Sorprendentemente, a pesar del nerviosismo, las camillas no chocan unas con otras". El personal improvisa decisiones: una enfermera da la orden de que sólo se cambien las sábanas que estén manchadas. Hace falta liberar camas como sea.

Uno de los perros huele algo. La policía echa a empujones a las autoridades

En el parque del Retiro, un joven de 30 años camina despacio, con la vista perdida. Camina y camina. Viene de Atocha y no recuerda lo que ha pasado. Viene de un tren que ha explotado, pero ha olvidado la explosión. Solo camina por el Retiro.

En urgencias, el drama está vivo. Más ambulancias. Gente cuyos rostros sangran en abundancia. Es el efecto de la metralla. Lesiones leves, aunque muy llamativas. No hay tiempo para reunirse: llega el jefe de la UCI, el jefe de cirugía, todos con su teléfono móvil. Un urólogo infantil se coloca unos guantes y decide situarse donde entran las ambulancias. Todo es muy rápido: entran 229 heridos entre las 7.56 y las 9.15. Jamás el Gregorio Marañón había soportado una presión semejante. El urólogo ha tomado una decisión: hará un primer diagnóstico visual y gritará a viva voz si el herido necesita silla o camilla.

-¡Silla!

-¡Camilla!

-¡Camilla!

-¡Silla!

Un segundo equipo médico improvisado hace una segunda evaluación unos metros adentro. ¡Éste, a trauma! ¡Éste, a rayos! ¡éste, a quirófano! ¡Rápido! ¡Rápido! No hay un gabinete de crisis en el hospital, es todo el hospital quien actúa guiado por una mano invisible. Los 40 quirófanos se despejan, se suspenden todas las operaciones programadas. Los cirujanos harán una primera intervención de urgencia, luego quizás una segunda. O una tercera. Una enfermera toma otra decisión unilateral: escribe con un rotulador el nombre del paciente, de aquel que puede hablar o está consciente. Imprime el nombre en la cara o en el pecho. No hay tiempo para hacer un registro.

-¡Deprisa! ¡A trauma!

El joven de 30 años que camina por el Retiro no deja de andar. No sabe que viene de Atocha. Su familia le busca. No sabe nada. Solo camina.

Suena un teléfono de urgencias. Es el responsable del área de rehabilitación.

-Hemos vaciado el gimnasio. Hay sitio para 15 camas.

El área de radiodiagnóstico realiza 110

escáneres en tiempo récord. Sólo fallecen tres heridos de cuantos entran en esa primera hora. En esa hora se encuentra sitio para 125 pacientes rutinarios de urgencias y para 229 heridos procedentes de los trenes de la muerte. Muchos enfermos dejan su habitación voluntariamente.

-Mire, yo vengo otro día. Dejo mi cama.

Ruiz-Gallardón llega a la estación de Atocha. Allí se encuentra con Pedro Calvo, su concejal de Seguridad. Llega también Francisco Álvarez-Cascos, ministro de Fomento. La policía tiene acordonada la zona y les permite acercarse al lugar de los hechos. Lo que encuentra ante sus ojos supera todo lo imaginable: gente destrozada, heridos severamente mutilados que mueren a unos metros de distancia. La onda expansiva destroza la vida de María del Carmen Lominchar, programadora informática de 34 años, embarazada de tres meses. Su marido, José Antonio Alcázar, policía local, duerme en casa ajeno a la tragedia. La última noticia de Carmen fue un beso antes de salir de casa. En ese andén acabó sus días el peón marroquí Osama el Amrati, de 23 años. Había dejado la noche anterior un mensaje a su novia Beatriz : "Habebe... eres mi vida, Te quero, asta mañana". No hay mañana.

Llega Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid. Trata de mostrar fortaleza, pero el horror que hay ante su vista es excesivo. La policía está nerviosa. Uno de los perros parece que ha olido algo. Toman en volandas a las autoridades y las sacan del lugar. A toda velocidad. A empujones. Acaba de llegar Rodrigo Rato. No hay evaluación de daños todavía. El alcalde y los ministros deciden desplazarse a las otras estaciones. Acebes improvisa un despacho en el ministerio de Agricultura.

A las 9.30, el lehendakari Juan José Ibarretxe se sitúa frente a las cámaras de televisión y dice:

-Los terroristas son simplemente alimañas. Qué monstruosidad, qué espanto tan grande... ETA está escribiendo sus últimas páginas.

Ibarretxe habla con Madrid en distintas ocasiones. Tampoco él, a esta hora, pone en duda la autoría de ETA. Llama al alcalde de Madrid para darle el pésame. Y, nada más terminar su intervención televisada, en la que se muestra muy afectado, recibe una llamada de Arnaldo Otegi, el portavoz de la ilegalizada Batasuna. Otegi, que nunca ha condenado un atentado de ETA, le muestra su enfado al lehendakari. Le traslada lo que unos minutos después dirá en una radio y más tarde en una comparecencia en San Sebastián.

-En la izquierda abertzale no contemplamos ni como hipótesis la posibilidad de que sea ETA. ETA a lo largo de su historia siempre ha avisado de la colocación de explosivos...

Otegi, cuando habla en euskera, condena el atentado; cuando lo hace en español, lo rechaza.

Una periodista intenta preguntarle si la condena sería la misma si fuese ETA...

Otegi no admite preguntas.

Hay un hombre paseando por el Retiro. Ajeno a todo. Su familia le busca porque estuvo en Atocha y viajó en el primer tren de la muerte. Pero él no parece saberlo. Solo camina.

Rajoy y Zapatero ya han hablado. Están de acuerdo en suspender lo que queda de campaña.

Luis del Moral sigue atento a las noticias desde su casa. Vive enfrente de la estación de Alcalá de Henares. Sobre las diez decide salir a la calle para hacer las compras del día. Él es un jubilado de 67 años, un ex ferroviario que prestó servicio en Chamartín en los puestos de control de circulación. Al salir de casa, el portero de la finca le comenta que ha visto a unos chicos muy raros salir de una furgoneta, muy tapados para el poco frío que hace. Se lo comenta porque es el presidente de la comunidad desde hace casi un año. Luis del Moral le pregunta si se lo ha dicho a alguien y el portero le responde que esperaba comentárselo a un policía jubilado que es dueño de un gimnasio cercano. La furgoneta sigue aparcada en el mismo lugar. "Me puse nervioso. No me podía aguantar de los nervios. Vi un coche de la policía en la estación y me dirigí hacia ellos". Comenta esta circunstancia y, en cinco minutos, un coche camuflado llega a su casa. Llegan más policías, traen un perro que olfatea la furgoneta, ordenan al vecindario que no salga de casa, sacan a los niños del colegio Daoiz y Velarde al patio. Tres horas después, la furgoneta es transportada en una grúa a las dependencias policiales de Canillas. En su interior viajan las primeras pistas de los autores del atentado.

Alberto Ruiz-Gallardón está en la estación de El Pozo. Allí se produce la explosión de una de las mochilas que no ha estallado. La gente mira desconcertada, con pánico, con respeto, observa Gallardón. Suena su móvil. Es Ángel Acebes. Le convoca a una reunión a las 11 en el Ministerio del Interior.

Un joven pasea por el Retiro. Camina y camina. Nadie repara en él. Su familia le busca, pero él no lo sabe. No sabe nada. No recuerda nada. Estuvo en Atocha. En el tren de la muerte.

Paseará por el Retiro durante más de 24 horas mientras su familia le busca entre los cadáveres depositados en el Ifema. Alguien le lleva al día siguiente a las urgencias del Gregorio Marañón. Dos días después sería dado de alta. Sufrió un estrechamiento del campo de la consciencia.

MAÑANA Llamada de Washington: "Es Al Qaeda" Relato del 11-M desde las 11.00 hasta las 17.00.

El polideportivo de Daoíz y Velarde, convertido en hospital de campaña en la mañana del 11 de marzo.
El polideportivo de Daoíz y Velarde, convertido en hospital de campaña en la mañana del 11 de marzo.PABLO TORRES GUERRERO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_