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LA NOVELA COMO PASIÓN

Los olvidados

EN EL HOSPITAL psiquiátrico algunos enfermos se agolpan a la entrada del edificio principal, otros vagan por los jardines sin control aparente. Unos llevan una bata y otros visten con camisa y pantalón, no hay una prenda que les identifique como enfermos y en general van muy desaliñados. "Cuando yo era un joven interno", explica Lobo Antunes, "los enfermos llevaban uniforme y entonces yo me lo puse también. El escándalo fue mayúsculo porque otros médicos jóvenes me imitaron y hubo muchos problemas con la dirección, pero al final se acabó el uniforme. Era una forma de devolverles su dignidad". Ahora van con sus ropas, pero sólo hay que mirarles a los ojos para descubrir su condición de enfermos. En el entorno no se ve a ninguna mujer. "No me parece bien, pero las mujeres tienen prohibido salir", comenta el escritor, y ante mi asombro responde que es porque podrían quedarse embarazadas. Entre los enfermos de la puerta uno está mirando con mucha agresividad al vigilante que le ha impedido marcharse. Es un muchacho joven y Lobo Antunes se apresura a abrazarle calurosamente. Le habla con firmeza pidiéndole que no salga del recinto. Luego me cuenta que se trata de un ingeniero de una inteligencia excepcional pero con una esquizofrenia gravísima. Varios enfermos nos siguen de cerca, está claro que la figura de Lobo Antunes es un reclamo para ellos y forma parte de su vida cotidiana. Lo tocan, le hablan, reclaman su atención, se quejan: "Doctor", le dice uno que no paraba de pedir cigarrillos, "me han dicho que tengo glucosa. ¿Eso qué es?". "Eso es azúcar", contesta el escritor, "y no debes fumar". El mismo enfermo vuelve a los diez minutos: "Doctor, voy a seguir su consejo, dejaré de fumar. ¿Tiene un cigarrillo?". Lobo Antunes los coge por el hombro, les toma las manos, los abraza. Después explicará que los enfermos pierden su agresividad si les tocas. También asegura que hay que delirar con ellos, que hay que meterse en su discurso para apelar a su escasa racionalidad: "Cuando ellos te ven a cuatro patas buscando los micrófonos ocultos que minutos antes aseguraban haber visto, empiezan a retractarse y a decir: 'Doctor, quizá yo esté equivocado, quizá no haya...". De regreso a la puerta encontramos a un hombre muy bajito, con una cara roja, redonda y ojos fijos y muy brillantes: "¿Y tú que haces aquí? ¿Por qué has vuelto?" , le pregunta Lobo Antunes. "No sé doctor, no sé por qué estoy aquí, yo no tengo que estar aquí...". Se trata de un enfermo de unos sesenta años que lleva toda la vida en el hospital.

El resto del recinto lo recorremos en coche, Lobo Antunes señala un edificio: "Aquí realizaba mi padre -un importante neurocirujano- las autopsias, yo le acompañaba al hospital de niño y ese edificio me inspiraba terror. Y allí -continúa, señalando al fondo del pabellón otro edificio bastante siniestro, con aberturas de apenas 20 centímetros en sus muros-, un monumento a la prepotencia de los médicos. ¿Quién puede mantener a un ser humano en esas condiciones por sus problemas mentales?". Es el lugar donde están recluidos los enfermos que en su delirio han cometido algún crimen, y, desde luego, parece peor que una prisión. "Siempre me he preguntado lo mismo", continúa el escritor. "¿Por qué razón son enfermos? ¿Quién decide que están locos? Eso tiene que ver, en mi opinión, con el poder médico, que es, sobre todo antes lo era, infinito. Ellos pueden decidir una terapia que va desde la palmadita en el hombro al electrochoque". Al parecer, muchos de los enfermos aquí recluidos están inscritos con nombres y direcciones falsas, es la forma que tienen las familias de deshacerse de ellos. Nunca vuelven a visitarles.

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