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Tribuna:CAMBIO POLÍTICO
Tribuna
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¿Atado y bien atado?

Cuando se aproximan las elecciones, todos -políticos y sociólogos, periodistas y ciudadanos interesados- nos esforzamos por desentrañar las claves de la decisión de voto de los electores. ¿Por qué la gente vota lo que vota? ¿Qué pesa más y qué pesa menos en el ánimo de los votantes al llegar ante la urna? ¿Se vota por ideas o por intereses? ¿Es más importante el partido o el líder? ¿Hasta dónde influyen los programas y hasta dónde las imágenes? ¿El voto es más racional o más emocional? Nadie renuncia a opinar sobre ello. Antes de las elecciones, los políticos nos lo preguntamos una y mil veces para dar con la estrategia adecuada, y después de ellas, construimos interpretaciones que nos permiten explicar y explicarnos nuestras victorias o derrotas. En cuanto a los expertos, antes de las elecciones ponen cara de conocer exactamente los ingredientes de la receta mágica que asegura el éxito, y después siempre saben explicar técnicamente por qué sucedió lo contrario de lo que ellos habían predicho que sucedería.

Sin duda, el terrible suceso del 11-M ha contribuido a estimular la participación
Los estrategas del PP siempre han confiado en el adormecimiento del electorado progresista
Todos tenemos la impresión de que el desarrollo de la campaña ha sido decisivo
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Personalmente, albergo la sospecha -que cada nuevo proceso electoral me confirma- de que la búsqueda de la receta es una pretensión vana por la simple razón de que no existe. La decisión de voto colectiva no es sino el resultado de muchos millones de decisiones individuales, cada una de las cuales responde a sus propios motivos e impulsos -que, además, son cambiantes según la ocasión y el momento-. Es cierto que se producen en la sociedad corrientes de opinión que se pueden detectar y que, sin duda, influyen el comportamiento electoral; pero de ahí a querer establecer pautas fijas que codifiquen de una vez y para siempre el voto ciudadano hay una gran distancia: la que separa el análisis racional del pensamiento mágico.

Otro debate muy socorrido para tertulias radiofónicas y seminarios de verano es el que se refiere a la influencia de las campañas electorales en el resultado final. Algunos incluso se ponen muy serios para cuantificar el porcentaje exacto de ciudadanos que deciden su voto antes, durante y después de la campaña. ¿Cuánto influye la campaña en la decisión de voto? Pues mire usted, no es porque yo sea gallego, pero me parece que depende: a veces influye muy poco y a veces mucho. En las elecciones de 2000, por ejemplo, parece demostrado que la campaña no alteró en casi nada la situación preexistente en el momento de convocarse las elecciones, y en lo que se refiere a las de 2004, todos tenemos la impresión de que el desarrollo de la campaña ha sido decisivo.

Los estudios poselectorales lo explicarán mejor, pero de momento podemos decir lo que sabemos. Y lo que sabemos es que en el momento de convocarse las elecciones el Partido Popular tenía una ventaja de ocho puntos sobre el Partido Socialista en intención de voto. Sabemos también -lo sabemos nosotros y lo sabe el PP- que el miércoles 10 de marzo la ventaja era ya de 1 punto, y que se reducía a razón de medio punto diario en la última semana. Y sabemos cuál fue el resultado final: un resultado que indica que en los tres últimos días no se produjo un cambio de tendencia, sino que más bien se aceleró la tendencia creada durante la campaña.

Sabemos algunas cosas más. Sabemos, por ejemplo, que casi el 60% de la población se mostraba favorable a la idea de un cambio de Gobierno; que la balanza entre Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero se fue inclinando a favor de éste hasta que un 40% de los encuestados decían preferirle como presidente del Gobierno frente a un 30% que preferían al candidato del PP, y que eran más los que declaraban que les gustaría que el PSOE ganara las elecciones que los que deseaban que las ganara el PP.

Un observador externo, a la vista de todos estos datos, no hubiera dudado en pronosticar una victoria electoral del Partido Socialista. Y sin embargo, era abrumadoramente mayoritaria la convicción de que la victoria del PP era segura.

Puede que en esta aparente contradicción esté la clave de la campaña electoral que acabamos de vivir. Por una parte, todos los indicadores climáticos de la opinión pública mostraban una clara inclinación al cambio (las ganas de cambio que acertadamente ha descrito José Luis Rodríguez Zapatero); pero esa misma opinión pública parecía atenazada por la pesada certidumbre de que el cambio era imposible, y la continuidad, inevitable. Era como si las elecciones no dependieran de la gente, como si una fuerza superior hubiera escrito su resultado de antemano y a él hubiera que resignarse. Algún día valdrá la pena analizar los sofisticados mecanismos de comunicación por los que es posible inocular tan frustrante sentimiento en la sociedad.

La campaña del Partido Popular se orientó por completo a alimentar la idea de la ineluctabilidad del resultado. Los estrategas de la calle de Génova siempre han confiado en el adormecimiento de una parte sustancial del electorado progresista y, en segunda instancia, en su tendencia a dispersar y dividir el voto. Han comprobado que cuando el electorado progresista se despierta y se agrupa, resulta mayoritario. Por eso todo su esfuerzo se encamina -en el 96, en 2000 y en 2004- a favorecer la desmovilización -es decir, la abstención- de esa parte de la sociedad. Y para ello nada mejor que convencernos de que el resultado electoral estaba escrito y que nada ni nadie lo cambiaría. Y por tanto, que la campaña electoral no era sino un engorroso trámite para llegar a un punto conocido de antemano. De ahí la no-campaña con no-debates diseñada para la ocasión.

La campaña del Partido Socialista se ha orientado a lograr lo contrario: que la gente se reencontrase consigo misma y se hiciese consciente del poder de su voto. Si algo especial y valioso ha tenido la campaña de Zapatero es que ha situado a los ciudadanos ante su propio protagonismo. Si no nos gusta lo que está pasando, ¿quién nos obliga a soportarlo? Si deseamos cambiar las cosas, ¿qué nos impide hacerlo? Ése y no otro es el mensaje de fondo que una y otra vez ha repetido el líder socialista a lo largo de España durante estos dos meses. Un mensaje contra la resignación que ha alcanzado su destino.

El resultado está a la vista. Día a día, las encuestas no manipuladas han ido mostrando cómo el mensaje de Zapatero calaba y avanzaba mientras el no-mensaje de Rajoy se estancaba en su intento de petrificar la situación. Faltaba algo esencial: que el incipiente nuevo clima de esperanza que la campaña había creado se tradujera en participación efectiva en las urnas. Sin duda, el terrible suceso del 11 de marzo y lo que ocurrió en los días siguientes ha contribuido a estimular esa participación.

No me detendré a refutar algunas de las infamias que comienzan a oírse a este respecto. En la noche del 14 de marzo, por un momento pareció que el PP había aprendido la lección, pero ya se va viendo que fue una falsa alarma. Como diría Rajoy, somos como somos, y no parece que puedan ser de otra manera.

¿Qué hubiera pasado sin el crimen del 11 de marzo? Nunca lo sabremos, aunque los datos que conocemos apuntaban a una victoria -quizá más ajustada- del Partido Socialista. ¿Y qué hubiera pasado si el PP hubiera renunciado a la manipulación informativa de ese crimen y se hubiera comportado como un Gobierno normal? Que ya no sería el PP que conocemos, sino un partido distinto. Precisamente la constatación, en las circunstancias más dramáticas que cabe imaginar, de que el Gobierno de Aznar lleva la mentira y la manipulación incorporadas a su código genético, es lo que, a mi juicio, ha desencadenado la reacción ciudadana -especialmente visible entre los jóvenes- que tanto y a tantos ha asombrado.

Todo lo cual demuestra una vez más -y van dos, aunque es verdad que en circunstancias bien distintas- que la pretensión de que las operaciones sucesorias sirven para dejarlo todo atado y bien atado es siempre una vana pretensión. Y que, como dijo Machado, ni el pasado ha muerto ni está el mañana -ni el ayer- escrito.

José Blanco López es secretario de Organización y Acción Electoral de CEF-PSOE.

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