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Con perdón

Manuel Cruz

El desenlace de unas elecciones suele traer consigo, a modo de efecto inevitable, la volatilización de todo lo ocurrido a lo largo de la campaña electoral, de tal manera que la mayor parte de los protagonistas suele coincidir en la inutilidad de volver sobre lo que fue dicho y planteado antes de que la ciudadanía se pronunciara en las urnas. Sin embargo, esta actitud, comprensible desde el punto de vista pragmático, tal vez no resulte la más adecuada desde otra perspectiva. Quizá sea precisamente ahora, una vez que en un cierto sentido todo ha pasado, el mejor momento para reflexionar con algo más de sosiego sobre determinados asuntos. En particular, sobre uno. En el fragor de la batalla dialéctica, en el cruce de argumentaciones (en su mayor parte desmesuradas), un término que se reiteró constantemente, en contextos algo distintos, fue el de perdón. En primer lugar, para recoger velas tras alguna salida de tono (el caso del presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia acusando de borracho a Pasqual Maragall resultaría paradigmático de tales excesos), pero, sobre todo, para hacer referencia a lo que resulta (o no) esperable de las víctimas de la violencia, víctimas llamadas a presencia, por última vez, en el brutal atentado del pasado 11 de marzo en Madrid.

Desafortunadamente, la idea de perdón lleva mucho tiempo envenenada. El perdón constituye, junto con la promesa, uno de los gestos que mejor define la condición humana. Perdonar tiene algo, en sus orígenes, de rechazo a la fatalidad de lo ocurrido. Cuando decimos "lo pasado, pasado", estamos afirmando no sólo que del pasado lo único que podemos hacer es irnos olvidando, puesto que no hay forma de que vuelva, sino también que es la realidad más sólida, más firme, más inalterable que podamos concebir, como viene expresado en el viejo refrán popular "el pasado puede más que Dios". Así las cosas, perdonar tiene algo de rechazo, de enfrentamiento a la dictadura del pasado, a su aparente irreversibilidad. Es como si el que perdona le dijera al mundo: "Esperad un momento, que sobre este asunto todavía me queda algo por hacer".

Eso que le queda por hacer al que perdona pertenece a un orden específico. Por decirlo con las palabras que utiliza Javier Sádaba en su libro El perdón, en el gesto de perdonar se expresa la soberanía del yo, que, en su plena autonomía, se enfrenta a otro yo. De hecho, cuando empezamos a ejercitarnos en la práctica del perdón, una de las primeras cosas que nos suele sorprender es la incomprensión ajena. "Pero, ¿cómo has podido perdonar semejante cosa?", se nos suele decir. En tales momentos empezamos a ver la diferencia de perspectivas: esas terceras personas nos plantean su recriminación desde un punto de vista (por ejemplo, el de algún legítimo derecho que nos asistía y al que estamos renunciando) que poco o nada tiene que ver con la naturaleza del perdonar.

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Y es que el perdón fundamentalmente significa, utilizando la definición de Butler, la supresión del resentimiento. Perdonar, por tanto, no equivale a olvidar (por más que tantas veces se equiparen ambos términos) ni a absolver. El perdonado no se torna inocente tras el perdón. Puede quedar, si ello está en manos de la víctima, eximido del castigo, pero ello no resulta forzoso. Quien perdona no renuncia a la memoria, sino al odio (tal vez porque, como señalaba Arendt, se perdona a la persona, no lo que ha hecho). Se desprende de esto que, si con alguna virtud tiene que ver la facultad de perdonar, es con la misericordia, aunque también mantenga un parentesco cercano con la generosidad (que es la virtud del don). Ninguna de las dos es innata: ambas se alcanzan básicamente a través del conocimiento, tanto de los otros como de uno mismo. Tanto la literatura como el cine proporcionan numerosas ilustraciones de ese proceso por el cual alguien, inicialmente convencido de su absoluta lejanía moral respecto a ciertas conductas, manifiestamente condenables, a medida que las va examinando de cerca y conociendo en detalle a sus protagonistas, puede llegar a sentirse incluso fascinado por ese abismo de maldad y abyección.

En todo caso, sería una contradicción en los términos plantear algo parecido a un perdón obligatorio o tan siquiera sometido a reglas. La expresión, pongamos por caso, "perdón merecido" constituiría un buen ejemplo de este mal uso de las palabras: ese presunto perdón merecido no sería en realidad perdón, sino justicia. Si perdonar es en gran medida renunciar a algo a lo que uno tiene derecho, en ningún caso podemos plantearlo bajo la figura de la obligación. El problema es que, aunque el perdón no esté sometido a reglas, sin duda padece muchísimas presiones. En múltiples ocasiones hemos visto repetida la misma escena: el familiar de la víctima a quien, todavía en presencia de su ser querido, algún representante de los medios de comunicación le coloca delante un micrófono y le pregunta: "¿Perdona usted a quien ha hecho esto?", situando implícitamente a aquella persona, en el supuesto de que osara responder de forma negativa, en el lugar del resentido o del rencoroso.

Hay, sin duda, en nuestra sociedad perdones bien vistos y perdones mal vistos. El caso de las víctimas del terrorismo pertenece al primer grupo. Determinados sectores sociales y políticos instan en los últimos tiempos a estas víctimas a un gesto de grandeza y de generosidad como medio indispensable para alcanzar la reconciliación final, la solución definitiva de la crisis. Ejemplo del segundo grupo lo constituirían actualmente las víctimas de la violencia doméstica, que, de haber sido conminadas durante años a callar, aguantar y perdonar, ahora se ven impelidas exactamente a lo contrario. A través de éstas o de otras presiones, en el perdón se infiltra una lógica que, aunque en modo alguno le es extraña, se desarrolla en otro plano: me refiero a la lógica de la funcionalidad social.

El perdón, en efecto, es un elemento imprescindible de la convivencia. De una parte, todos hemos de perdonar y hacernos perdonar para poder seguir juntos. Si los demás nos siguieran teniendo en cuenta lo que de malo les pudimos haber hecho en el pasado, estaríamos condenados a la más absoluta de las soledades. La disposición a perdonar constituye condición de posibilidad para los vínculos interpersonales más fuertes. Al amigo, por poner un ejemplo, hay que perdonárselo (casi) todo, porque, de no ser así, se le pierde. Es más, un nivel demasiado alto de exigencia impide incluso el surgimiento mismo de la amistad. Pero, de otra parte, en el plano más general, también resultan imprescindibles formas de perdón. Aunque la idea de prescripción haga referencia a lo jurídico más que al perdón propiamente dicho, algo hay en su contenido que se podría aplicar a éste. La prescripción viene a ser un recurso a través del cual la sociedad asume que no puede mantener indefinidamente abiertas todas las causas pendientes, todos los daños infligidos, todas las reparaciones por satisfacer. No hay comunidad que pueda cargar sobre sus espaldas la acumulación indefinida de agravios. También el grupo, al igual que el individuo, tiene que drenar su propio pasado. Hacer tabla rasa, o borrón y cuenta nueva, es, en muchos momentos de la vida de las personas y de la historia de los pueblos, condición necesaria (no siempre suficiente, por descontado) para poder continuar. En ese sentido, bien pudiéramos decir que el perdón es como la prohibición del incesto: un mecanismo para la supervivencia del grupo.

Pues bien, es la introducción en el discurso y en el debate acerca del perdón de lógicas situadas en esos otros planos lo que está contribuyendo grandemente al envenenamiento de la idea al que me refería al principio. Pienso ahora, cómo no, en la particular modulación de la funcionalidad social que se da en la política. Llevamos demasiado tiempo utilizando en la discusión partidaria los muertos como arma arrojadiza que sustituye la genuina posición de argumentos. Pero a las víctimas les es debido algo que no pertenece propiamente al orden de la política, sino al orden de la ética. Se les debe reconocimiento, compasión, solidaridad y ayuda. Prefiero, por obvias razones de delicadeza, no poner como ejemplo de lo que nunca se debe hacer algunas de las reacciones que tuvieron lugar tras la masacre de Madrid, y remontarme sólo un poco más atrás. Afirmar, como hizo Mariano Rajoy en su momento, que el PP no acudía a la manifestación de Barcelona de finales de febrero porque no acudía la Asociación de Víctimas del Terrorismo constituye una obscena manipulación del sufrimiento ajeno. ¿O es que el entonces presidente Aznar consultó con dicha asociación en su primera legislatura, cuando envió emisarios a negociar con ETA y se refería a ella y a su entorno como "MNLV"? Por desgracia, abundan los ejemplos en otros sitios: tampoco parecen agua clara muchos de los que exigen a las víctimas el perdón siendo, ellos mismos, apasionados defensores de un discurso edificado precisamente sobre lo más opuesto al perdón, esto es, el odio (odio a otras posiciones políticas, a otras lenguas, a otros sentimientos de pertenencia, a otros símbolos...).

Alrededor de las víctimas no debiera haber confrontación política, sino unidad democrática, porque la condición de aquéllas no pertenece a la esfera de la política, sino que es previa a la misma. Pero también porque usarlas así es una forma de negarles el derecho inalienable que poseen a perdonar o no, a guardar luto por sus muertos en la manera que ellas -y sólo ellas- estimen oportuna. Qué menos.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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