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Columna
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Las bondades infinitas

España ha influido mucho en la suerte del mundo en su larga historia como nación, a pesar de que cada vez sean más los niños españoles que lo ignoran. Lo hizo en casi tres siglos de apogeo imperial, lo hizo de forma trágica como escenario experimental de la Segunda Guerra Mundial y puede que lo esté haciendo ahora sin que ni el más avezado de nuestros merlines lo sepa. Algo ya está al parecer claro en la nueva política internacional que la voluntad popular ha proclamado, y es que vamos a ser pioneros en retirarnos de la fuerza internacional presente en Irak. El anuncio de esta medida por parte del próximo presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, era, ayer por la mañana, inequívoco. Nadie puede reprochar al líder del triunfante PSOE que proclame de inmediato el cumplimiento de una de sus principales promesas electorales, la que a la postre le dio la victoria en las urnas. Si nos han matado a 200 ciudadanos por estar presentes en Irak -pese a todo lo sucedido, sigue pareciendo excesivo decir, como hacen algunos, que estaban allí para matar a niños iraquíes-, lo lógico es que, yéndonos de territorio tan incómodo, evitemos mayores quebrantos aquí en la madre patria. ¿O no?

La inmensa mayoría de los españoles, también de los europeos y quizás dentro de poco también la mayoría de los norteamericanos creen al parecer que la intervención militar en Irak fue no sólo un error capital, sino una empresa criminal orquestada por una banda de extrema derecha radicada en Washington. Y que los primeros ministros del Reino Unido y de España, Tony Blair y José María Aznar, con vocación de "lacayos del imperio", se prestaron como cómplices. El régimen de Irak era -según este pensamiento no el único tan denostado, pero sí ya el único no tachado de belicista y fascista- un mal menor. Como también ETA resulta ser un mal menor, incapaz de cometer crímenes en trenes en Atocha, aunque los planeara en Nochebuena en Chamartín. Sí, es cierto, quería anunciar la bomba con un magnetofón. Sin pilas. ¿Se acuerdan? Al lehendakari Ibarretxe "se le cayó un peso de encima" cuando supo que -lo de Atocha, no lo de Chamartín- no habían sido los de casa.

Los soldados españoles regresan a casa, salvo cambios de última hora. Atrás dejarán a miles de iraquíes que han colaborado con ellos en mantener el orden, impedir saqueos y restablecer servicios. Atrás quedarán las tropas de otros países europeos, latinoamericanos, asiáticos y norteamericanos -votantes de Kerry frente a Bush en su mayoría, a nadie quepa duda- que se enfrentarán a un enemigo envalentonado por los éxitos cosechados en Bagdad y El Pozo del Tío Raimundo. Al Qaeda era hace dos años para muchos europeos un ridículo fantasma agitado por Washington para justificar sus planes imperiales. Hoy, tras las bombas sincronizadas en Europa -aquí-, es un enemigo tan colosal que conviene hacerle caso.

Si queremos paz porque somos buenos, lo mejor realmente es no meternos en líos y dejar que cada uno se arregle como pueda, no vayamos a ofender a algún tercero porque, al fin y al cabo, todo es relativo y quienes nos ponen bombas tienen motivos para estar ofendidos. Busquémoslos en la descolonización, en el imperialismo o mañana mismo en algún desplante percibido en algún Estado fracasado. Mientras exista un agraviado en el mundo, nadie puede molestarse porque le vuelen la cabeza a su hija. Por desgracia, son éstos muy malos tiempos no ya para la lírica, sino para las simples bondades autocomplacientes, porque los vientos de la historia rugen ya otra vez como lo hicieron en Europa entre el magnicidio de Sarajevo y la rendición del III Reich. Fueron tres décadas de furia y sangre como la guerra de los Treinta Años desatada en 1618. Esta nueva guerra del siglo XXI tiene muy lejos su Paz de Westfalia, si acaso se produce algún día. Pero para tener una esperanza de que se produzca -algunas generaciones no la veremos- hace falta más que buen talante, simpatía y diálogo a raudales. Bien está entender al enemigo. Pero los excesos de comprensión crean cuerpos sociales inermes. Y mueren de buenismo infinito, real o imaginario.

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