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Columna
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Crónica del quién ha sido

Pero, ¿quién ha sido? Todo a su tiempo. A las 7.40 horas del jueves, el cronista encendió el ordenador, peleándole el café al sueño, cuando una llamada telefónica le remitió la atrocidad, y pasó del sueño a la pesadilla. Luego la radio, la televisión, los periódicos. Y el silencio. Las imágenes tremendas y la evocación del Bosco, de Hipercor, de las Gemelas, de Irak. La zarpa había desgarrado los trenes, las estaciones por donde la infancia se escapaba de la rutina a la aventura, y por donde llegaba la carnicería: Madrid era el escenario de una matanza, del estupor y del sacrificio. La desazón lo empujó a la calle, hasta el puerto, hasta la playa, tan lejos del drama, pero el drama tan dentro de todos: el Mediterráneo nos subía hasta Atocha, hasta el Pozo, hasta Santa Eugenia, hasta las víctimas de tanta barbarie. El cronista, en su paseo escrutó el rostro de los viandantes y vio el asombro, el miedo, la rabia y la dignidad, mientras insensiblemente alcanzaba la estación de Madrid, con las noticias atropelladas, rebosándole los oídos. El cronista, en medio de aquel caos, supo cómo tanta gente cercana a los lugares del crimen se habían echado a los andenes, y jugándose el tipo y algo más, se hacían carne de solidaridad con la carne martirizada. Y las ambulancias, y las carreras y todos, en fin, plantándole cara al terror. El cronista ignora con quiénes habló y a qué hora regresó a su escritorio: las escenas se sucedían vertiginosamente y era preciso poner orden y serenidad a todo aquello. Había comprando los diarios, hizo zapping y trató de comprender lo incomprensible. Qué fragilidad la de unos trenes que se dirigen a la fábrica, a la oficina, a la universidad, cuando la locura y el odio azuzan a la bestia.

Las siguientes horas fueron horas de dolor, de impotencia, pero también de reflexión. Escuchó al ministro del Interior que responsabilizaba de la masacre a ETA. Horas después, el ministro persistía en la misma inclinación, pero ya sin tanto énfasis: se abría otra línea de investigación algo confusa que apuntaba a Al Qaeda o a otros grupos de integrismo islámico. Nuevos indicios, nuevos análisis de la metodología empleada en el atentado, nuevos testimonios y nuevas hallazgos, y una pregunta, ¿por qué iban a perpetrar ese crimen tan cruel como injustificado? Y una replica: Irak, la guerra de Irak, su probable factura anunciada. Y el viernes, si los madrileños dieron una robusta lección de civismo, de coraje, de solidaridad, once millones de ciudadanos ocuparon las calles de España para repudiar la carnicería y exigir responsabilidades. Manifestaciones aquí y allá, unas en silencio, otras urgiendo respuestas, unas terceras apostando por la vida frente al terror. Y sesenta horas después, la opacidad de las investigaciones continuaba, ¿por qué?, ¿a quién beneficia el hecho de que el sanguinario atentado sea obra de ETA o de Al Qaeda?

El cronista imagina una hilera de muertos en el pabellón 6 de Ifema, con los móviles sonando en sus bolsillos desesperadamente. Ahora es la ocasión de responder a tanta llamada perdida por el degüello: quizá en el fondo de las urnas esté el porqué, pero nunca el olvido, ni el conformismo. En cada voto que hoy se deposite puede encontrarse la respuesta. Y, desde luego, la libertad.

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