_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mañana

El jueves por la noche se me acercó un señor irlandés y me dijo con emoción que sentía mucho lo que nos había pasado a los españoles. Sentí ganas de abrazarlo. Estábamos en Nerja, cerca de Málaga. El viernes me llamó desde Roma un amigo italiano y me dijo que quería compartir conmigo el dolor. La mañana de ese día estuve parado unos minutos, en silencio, a las puertas de Correos, con otras treinta personas. Había casi más extranjeros que españoles, pero todos hablábamos el mismo idioma silencioso de la compasión, unidos en el mismo sentimiento, y casi todos volvimos a encontrarnos por la tarde en una concentración ante la iglesia.

Fue una manifestación que se había ido convocando sola, hablando entre vecinos y visitantes, siguiéndonos unos a otros. Hacia las siete de la tarde, fuimos llegando ante la iglesia, en silencio: sólo nos había llamado nuestra emoción, la emoción en común, la irremediable tristeza, la memoria que compartiremos mañana. Alguien, a través de un pobre equipo de megafonía, empezó a hablar. Los más alejados no sabían qué se oía por el altavoz. Qué dice, preguntaban. Un sacerdote rezaba un padrenuestro y un avemaría. Cuando acabó, hubo aplausos. Incluso aplaudieron los que no habían distinguido las palabras, pero sí el tono, la música de unas palabras pronunciadas otras muchas veces ante el dolor y el pavor de la muerte.

Entonces la manifestación se puso en movimiento, grande, espontánea, sin autoridades visibles, con alguna pancarta pintada en casa, torpemente, en una sábana o en cartulinas de trabajos manuales del colegio grapadas a palos de fregona. Andábamos en silencio de entierro, de duelo, como dicen aquí, un duelo muy especial, por muchos, muy nuestros, por nosotros. Nuestra fuerza, andando juntos, venía de nuestro desamparo. Dimos una vuelta de mil metros y volvimos al mismo sitio, como cerrando un anillo, y nos fuimos a nuestras casas. El silencio dolorido de todos nosotros debería convertirse ahora en compromiso de recordar. Pienso en las declaraciones a Javier Sampedro, ayer, en este periódico, de Manuel Trujillo, médico formado en Sevilla y, desde hace 13 años, jefe de psiquiatría del Hospital Bellevue de Nueva York: lo más duro para las víctimas es que olvidemos su dolor, su soledad, lo que les ha pasado.

Tampoco deberíamos olvidar que, durante unas horas o unos días, hemos sabido hablar en voz baja, respetuosamente. Así recorrimos el pueblo juntos. Estaría bien que mañana, después de las elecciones, ganadores y perdedores cambiaran el tono de los últimos tiempos, cuando los desacuerdos políticos se han tomado por cortes tajantes, propios de enemigos. La política se ha hecho exigiendo adhesiones incondicionales y ofreciendo desprecio inflexible al discrepante. El dolor de este momento demuestra que nos une fundamentalmente nuestra humanidad, es decir, la responsabilidad de sabernos transitorios, débiles, mejorables siempre. Desearía que los gobernantes y opositores de mañana recuperaran el respeto, ahora perdido, hacia el adversario. Ellos son el modelo para sus votantes, pero alguna vez tendrían también que tomar como modelo a sus votantes, a la gran mayoría de sus votantes.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_