Restos de un naufragio en la estación atacada
El día después de los atentados, una casi desierta terminal de Atocha recupera la normalidad y se llena de señales de homenaje
Un neceser con un bote de colonia. Una zapatilla de deporte de color azul. Un paraguas granate doblado y sin abrir. Una gorra de béisbol azul cielo. Un bolso de mujer, de tela vaquera. Una mandarina... Son los restos del naufragio. De la tragedia que vivieron el pasado jueves los viajeros del tren de cercanías 17305. Tres mochilas abandonadas en tres vagones de ese convoy sembraron el terror. Iban cargadas con más de 12 kilos de explosivos y su estallido a las 7.39 de la mañana del 11-M sembró con más de 30 cadáveres el suelo del andén 2 de la estación de Atocha, repleto en hora punta. Los heridos se contaron por decenas. Demasiados números para un sólo día.
Ayer por la mañana, más de 20 operarios se encargaban de barrer todos esos restos que quedaron tirados entre las vías del ferrocarril mezclados con escombros, restos de amasijos de hierro del tren y manchas de sangre. Los recogían con palas y terminaban metidos en bolsas de plástico negro.
Miembros del comité de empresa de Renfe dejaron un ramo de flores entre los raíles
El tren afectado ya no estaba en la vía. Fue remolcado sobre las ocho de la mañana
Habían pasado poco más de 24 horas del desastre y la estación de Atocha recuperó una extraña normalidad. A las once de la mañana, en los andenes de los servicios regionales y de cercanías eran pocos los viajeros que esperaban trenes similares a los que habían visto repetidamente en las televisiones ,reventados por las bombas de los terroristas. El convoy afectado ya no estaba en la vía. Sobre las 8 de la mañana, según algunos empleados de la estación, fue remolcado hasta las cocheras de Renfe.
Las pruebas de la matanza eran más difíciles de eliminar. Dos policías nacionales charlaban con algunos de los operarios que trabajaban en la limpieza de la vía. De pronto, una voz retumbó en el eco de la estructura que asemejan enormes palmeras de hormigón y hierro y que conforman la techumbre de esta parte del edificio ideado por el arquitecto Rafael Moneo. "Oiga. Policía. Que sepan que aquí sigue habiendo restos humanos", gritó un viajero señalando a una de las columnas de la estación. Pero no sólo allí. En la pared izquierda, la más cercana al andén 2, también se podían ver restos ensangrentados y cientos de muescas taladradas en el hormigón por la metralla y los trozos del chasis del tren que salieron despedidos con violencia tras la explosión. Olía a una mezcla de desinfectante y plástico quemado. Así era el escenario del crimen el día después.
A las doce y cuarto, el presidente de Renfe, Miguel Corsini, asistió junto al secretario de Estado de Infraestructuras, Benigno Blanco, y otros directivos de la compañía, a una concentración silenciosa. Más tarde descendió a la vía 2 del tren junto a miembros del comité de empresa para depositar un ramo de flores en el punto donde se cometió el atentado. Curiosamente durante la mañana era más gente la que transitaba fuera de la estación y en sus vestíbulos que por los andenes. A las puertas de la cúpula de ladrillo y cristal que da acceso a los andenes de cercanías, cientos de ciudadanos depositaron flores, velas y mensajes de homenaje a las víctimas y condena de los atentados. "Justicia para todos aquellos ciudadanos que lo único malo que hicieron ayer fue coger ese maldito tren", se podía leer en una de esas misivas anónimas.
"Nunca me he alegrado tanto de que un tren llegue tarde a la estación". Lo decía Eugenio, de 38 años, dueño del Fast Bar situado en el vestíbulo del edificio. Lleva trabajando en ese establecimiento desde hace 14 años. Eugenio mantiene la teoría de que el objetivo perseguido por los terroristas con el ataque de los cuatro trenes era que las explosiones se concentraran en la estación para "cargarse el edificio". Recuerda que el día del atentado, cuando explotó la primera mochila "estaba a punto de servir un café", dice que prácticamente no le dio tiempo de nada antes de la segunda y la tercera deflagración. Entonces echó el cierre, dejó todos los aparatos y luces del local encendidas y emprendió la huida.
Varios de los balcones que dan al paseo de la Infanta Isabel estaban cubiertos con banderas y sábanas con crespones negros. Pero lo que más asombraba a los vecinos es que su barrio estaba, literalmente, tomado por decenas de furgonetas de diferentes cadenas de televisión de todo el mundo. En los bares cercanos a la estación se hablaba inglés, francés, alemán y castellano con acento argentino, uruguayo o chileno. La mayoría de los periodistas habían decidido utilizar el sobrio edificio de ladrillo rojo, coronado por un reloj cuadrado, como fondo visual para sus crónicas. Ayer, todos hablaban del día después.
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