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Columna
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El diálogo

Vicente Molina Foix

Soy un partidario del diálogo. Quiero hablar con los muertos, más elocuentes hoy que los vivos, limitados en nuestra supervivencia a llorar y no entender nada, a pedir venganza, calma o justicia.

Me gustaría cambiar unas palabras con la viajera de la boca abierta que he visto una y otra vez en las imágenes televisadas, empotrado su cuerpo yerto entre los hierros de un tren; a su lado colgaba un trapo, incapaz de tapar esos labios rígidos, esa garganta que tal vez no llegó a pedir auxilio. Querría ser la última persona con la que habló en el tren dicha mujer, antes del estallido; el depositario del malhumor de su madrugón o de la alegría con que iba a su destino en un trabajo que esa misma mañana empezaba; el auxiliar del dolor que ya no puede sufrir.

Me gustaría conocer la lengua propia de esa otra mujer rubia, tal vez checa, que buscaba a su marido en la puerta de un hospital, chapurreando angustiadamente; consolarla en su idioma y darle -en árabe- palabras de congratulación a la madre norteafricana que, con su hijo malherido al lado, contaba ante una cámara la suerte de haber escapado por segunda vez a un trágico sino. Lo sabíamos, pero este día aciago de Madrid nos recuerda de forma mordiente hasta qué punto las víctimas terroristas no tienen denominación de origen. Todos somos unos sin papeles en el estado universal del terror.

El ser humano es, desde que nace, rey de su vida, decía Oscar Wilde. Los afortunados llevan hasta la extrema vejez la corona de la salud; otros sufren jóvenes, de modo intempestivo, el exilio forzoso de la mortalidad. También están los que abdican voluntariamente del don hereditario de vivir. Ayer Madrid estaba lleno de humildes cadáveres reales, y a su alrededor los vivos deambulaban como súbditos de un reino invadido, mientras más de mil soberanos en peligro mortal luchaban por seguir viviendo en la cama de un hospital. También con esos heridos graves querría yo cambiar impresiones. Dialogar sobre cómo de fría o ardiente es la muerte cuando pasa a tu lado.

Sólo el diálogo nos hará justos, dicen los dialogantes a ultranza, que suelen ser gente de buena intención izquierdista y escaso apego a los trenes de cercanías. Enterraremos a los muertos, curarán las heridas que tengan cura, arrastrarán los más desdichados su mutilación, su pérdida. No olvidaremos nunca este once de marzo, pero sí se disipará, inevitablemente, la congoja sentida en el terrible día. Y volverán a oírse voces conciliadoras: diálogo.

Uno de los pasajes más misteriosos del Libro de los muertos lleva por título El peso del corazón del difunto. En él el escriba narrador se dirige a "mi corazón mi madre", pidiéndole compañía en la difícil prueba de pesar su alma en la Gran Balanza final. El escriba, Osiris Ani, fue afortunado: "su corazón se estimó justo". ¿Cuánto pesa el corazón de doscientos cadáveres inocentes, cuánto el cuerpo dañado de mil quinientas almas? Nadie, ni siquiera las víctimas de este atentado brutal, hará que demos más peso a las ideas vacuas, soberbias, autoritarias, de Aznar y su gobierno. Pero tampoco otros argumentos opuestos han de hacer que la balanza se incline a ceder, a olvidar, y aún menos a perdonar a los asesinos. No puede dialogarse con quienes hablan matando, con los especuladores de la cantidad acumulada de víctimas. Sigamos el diálogo con los que no están pero pesan en nuestro corazón. Con esos cientos de madrileños que tomaron ayer por la mañana el tren en el que nosotros seguimos, al lado de su vacío, viajando.

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