Confesiones de un profesor universitario
Soy profesor asociado de la Universidad Carlos III de Madrid y estoy convencido de que mis retribuciones son lamentables en relación a la exigencia que tiene mi puesto de trabajo como docente y, en un plano más prosaico, en función de la rentabilidad que doy a la universidad: por bastante menos de 100.000 de las viejas pesetillas atiendo cada cuatrimestre a 70 alumnos. Mi tarifa es sensiblemente inferior a la de un trabajador del respetabilísimo servicio doméstico; aunque mis servicios son necesarios para que la universidad o quien proceda cobre una jugosa -aunque probablemente insuficiente- tarifa-matrícula a 70 personas.
Todo esto se lo cuento para que mis siguientes palabras vengan precedidas de una cierta autoridad moral: ¿cómo es posible que se convoque una huelga en la universidad? ¿No nos da vergüenza de verdad? Con las excepciones e injusticias inevitables y condenables, la universidad es la institución más privilegiada del país, en todos los órdenes; la menos controlada y, sin duda, la que menos devuelve lo que recibe, pese a que ésa es su única razón de ser. La libertad de cátedra o la autonomía universitaria son, demasiado a menudo, las excusas formales para caer en la pereza, el nepotismo y la malversación intelectuales.
¿De verás no hay que controlar esto? Quizá la Universidad, en general, necesite más recursos; pero, antes de llegar a eso y a peticiones gremiales, tiene que resolver otros problemas mucho más graves. Sobre todo uno: justificar su existencia amortizando el gasto que en ella deposita la sociedad y devolviendo a ésta ciudadanos pensantes y capaces de liderar cívica y cultamente un país.
Lejos de esto, la Universidad actual funciona internamente como una mera industria burocratizada al extremo y ocupada en exceso por asuntos internos de orden laboral o electoral; con un clasismo absurdo en un cuerpo docente abonado a las castas; con unos alumnos indolentes en su mayoría e incapaces de entender que la Universidad no es una agencia de empleo y con una estructura de decisión y reparto de la responsabilidad que antepone las aspiraciones de cada colectivo, incluyendo los rectorados, a las obligaciones de todos ellos. Si alguien se pregunta qué hago entonces dando clases, le respondo que yo también empiezo a pensármelo.
Pero quiero dejar constancia de que algunos pensamos que la Universidad, antes de pedir más, tiene que empezar a dar de verdad. Esto es lo que le da razón de ser y lo que le protege de veleidades privatizadoras que algún día existirán, si no existen ya. Mi departamento de periodismo, y quiero pensar que por extensión mi universidad, es un buen ejemplo de cómo debe funcionar una institución clave para el desarrollo y progreso de una sociedad y de que es posible tener una universidad mejor que merezca más recursos, más respeto y más afecto de todos.
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