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Columna
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Censura

Es posible que, como afirma el consejero de Cultura, Esteban González Pons, no haya habido censura en la exposición sobre la violencia que se exhibe en el Espai d'Art de Castellón.

En tal caso, deberíamos buscar una palabra para definir los sucesos que la han rodeado. No es corriente en una muestra suspender la ceremonia de inauguración, anular la rueda de prensa y no distribuir el catálogo de la exposición. De alguna manera habría que calificar estos hechos tan poco habituales.

Si lo ocurrido en Castellón no responde a un acto de censura, como asegura el consejero, quizá tampoco cabría calificar de tal lo sucedido en Alicante. El hecho de prohibir la presentación de un libro científico, en el Museo Arqueológico, porque en su portada figure la expresión País Valenciano, tal vez deberíamos catalogarlo de contratiempo o de infortunio. González Pons, que es un hombre culto, nos podría ayudar a resolver una cuestión que no es baladí. También podríamos preguntar al presidente de la Diputación Provincial de Alicante, José Joaquín Ripoll, que ordenó la suspensión del acto, aunque no creo que se aviniera a contestarnos. El dar explicaciones no va con su carácter.

Que la censura aparecería cualquier día, era algo que podíamos prever desde hace tiempo. Puesto que se daban las condiciones necesarias para ello -el país vive un clima de autoritarismo y crispación como no conocíamos desde hace años-, su presencia era inevitable. Si ha elegido para manifestarse las proximidades de las elecciones, es por tratarse de una época en que los políticos se muestran más susceptibles. Lo cierto es que la censura es una tentación constante del poder, que suele caminar de la mano de la mentira. En el momento en que ésta se ha instalado en el discurso de la política, la censura se ha manifestado.

Si la aparición de la censura es fácil de explicar menos comprensible resulta el silencio mantenido por los ciudadanos ante el asunto. Salvo reacción del artista Francesc Torres, pidiendo la retirada de sus obras, y las declaraciones de la profesora Carolina Doménech, no hemos leído ninguna otra manifestación de protesta por el atropello. Probablemente, numerosos investigadores y artistas se habrán indignado ante lo sucedido. Con seguridad, muchos de ellos habrán pensado que debían manifestarse de alguna manera. Pero han ido transcurriendo los días y nada ha sucedido. Por unas u otras razones, a unos se les ha paralizado la lengua y a otros, la pluma.

No hace demasiados años, el Ayuntamiento de Alicante, gobernado por el Partido Popular, decidió trasladar una escultura de Anzo de un lugar a otro de la ciudad. La medida provocó de inmediato una encendida reacción de los compañeros del artista, que la juzgaron arbitraria. Durante varios días, las páginas de la prensa recogieron las manifestaciones en apoyo del escultor. Hoy resulta impensable imaginar una respuesta semejante que, a muchos de nosotros, parecería escandalosamente excesiva y fuera de lugar.

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