La lengua petrolífera
Recientemente apareció en su periódico un artículo en el que se hablaba del español como uno de los principales recursos de que disponemos hoy por hoy los hablantes de nuestro idioma.
Serios errores de cálculo me llevaron en hora aciaga a adoptar como profesión la enseñanza del castellano. Licenciado sin presente, futuro ni manera de conjugarme un sueldo decente, salí en su día de España para ganarme la vida enseñando lengua y literatura hispanas en EE UU.
Como bien indica el autor del artículo al que me refiero, en este país el negocio del español parece marchar bien. Quiero desmitificar este adverbio, y recordar que aunque muchos estudiantes de college privado estadounidense se matriculan en español con la idea de vender algún día paquetes de acciones bancarias en mercados latinos, la grandísima mayoría de los hispanos de EE UU viven como ciudadanos de segunda clase, la producción cultural en español sólo huye de lo anodino cuando renuncia al canon y se vuelve rebelde, y los cirujanos en Puerto Rico vienen de Wisconsin, no hablan español, mientras que sus pacientes no suelen entender mucho de la lengua del Imperio.
Harto de aquello, y tras ocho años de estancia, volví a España, para encontrar que las cosas no están mejor. Tenemos el potencial, sí, pero, como casi siempre, está siendo explotado y desperdiciado por unos pocos, en detrimento de unos muchos. Como productor de ese bien de consumo que es hoy día el castellano, he sufrido desde mi llegada a España todas y cada una de las explotaciones a las que los intermediarios de la enseñanza de idiomas someten al proletariado docente. Las academias privadas no suelen pagar más allá de los 8 euros por hora a un titulado universitario, doctor en Filología y con varios años de experiencia en la enseñanza. Por su parte, los centros oficiales de enseñanza, en vez de dedicarse a recoger los frutos del interés que el castellano despierta, han cocinado una espesa red de burocracias, titulaciones vacías, interinidades clientelares y demás zarandajas supuestamente regularizadoras que abonan el terreno para que unos cuantos empresarios sin formación académica, pero con capital para invertir, exploten descaradamente a quienes se pasaron media vida aprendiendo a enseñar.
Siempre cabe la posibilidad de irse al extranjero, dicen, a enseñar lo que aquí no pagamos bien, y que se quejen los vagos. Es cierto, irse de España a vender sintaxis, Cervantes y greguerías da para comer. Lo malo es que a uno se le ocurra regresar, por ver de ganarse el pan en la cuna del idioma del que tan orgullosos estamos.
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