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La causa de la mujer

El pasado siglo XX fue el campo de batalla de conflictos ideológicos apocalípticos. Entre 1914 y 1989 se deshicieron reinos y repúblicas, se han desmontado los imperios coloniales, ha habido dos grandes guerras mundiales además de muchas otras locales y regionales, se han levantado y derrumbado utopías totalitarias de derecha y de izquierda. De todos esos conflictos, de esas luchas y sufrimientos, destacan algunos logros. En el terreno de la acción política, quizá el más importante ha sido la invención de la seguridad social. En el terreno de las ideas, la única gran idea de transformación que se ha consolidado en medio de tantas mutaciones es la de la causa de la mujer. Hoy sabemos que lo masculino-femenino es una cuestión esencial que afecta al nervio mismo de la vida, no sólo la pública sino también de la privada y particular de cada uno de nosotros, que es en definitiva la vida verdadera: nuestra biografía. Es una cuestión en la que nos jugamos nuestra felicidad más personal e íntima.

La mujer y el varón no son algo natural, como la hembra y el macho. Lo natural en el hombre es precisamente el artificio, la elaboración simbólica, la imaginería. El ideal femenino es una construcción que se ha ido haciendo con diversos materiales; empezando por la tradición judeo-cristiana que equiparaba a la mujer con una posesión del varón: "No codiciarás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo". (Éxodo 20.17). La aportación helenística y romana no cambia este papel subordinado de la mujer, que posteriormente en la Edad Media se realzó gracias a la tradición literaria provenzal juglaresca, que llega hasta el romanticismo y que hace de la mujer algo ideal, que la eleva sobre una peana de admiración pero que, paradójicamente, no se corresponde con una verdadera emancipación social y con el reconocimiento de una autonomía personal, quedando reducida su actividad a la esfera de lo privado.

Los movimientos emancipadores de principios del XX encabezados por las sufragistas han dado paso a un complejo movimiento intelectual y moral que ha ido transformando nuestra sociedad y se ha ido fraguando a lo largo de todo el siglo (feminismo de la igualdad, feminismo de la diferencia, feminismo liberal y feminismo radical. Incluso ha tenido su versión eclesiástica con la histórica decisión de la Iglesia de Inglaterra y de la Comunión Anglicana de dar paso a la mujer al sacerdocio, e incluso al episcopado, abriendo así el sancta sanctorum de lo sagrado a la presencia eficiente de la mujer en pie de igualdad con el varón.

El nombramiento de Cristina Alberdi como Presidenta del Consejo Asesor del Observatorio de Violencia de Género en Madrid creo que es una buena noticia para la causa de la mujer, porque supone reconocer rango político, y no sólo privado o sociológico, a ese problema. Se nos debe hacer evidente que la mejor herencia moral y política del siglo XX es precisamente la que se refiere a lo que Cristina Alberdi llama la "causa de la mujer". Todos los progresos y cambios en el terreno de la igualdad varón y mujer están implicados en las grandes cuestiones de nuestro tiempo. No es casualidad que los niveles de igualdad y emancipación de las mujeres sean más altos en aquellos países y sistemas políticos en que son también más altas las cotas de libertad institucionalizada.

La condición estereofónica de la persona humana en su doble vertiente masculina y femenina hace que la causa de la mujer sea también y al mismo tiempo la causa del ser humano en su totalidad. No puede haber progreso social si no hay simultáneamente un progreso en las cotas de autonomía de la mujer como persona.

Desde 1789 la idea de ciudadanía ha irrumpido en el pensamiento político como una idea fuerza que pretende el ideal kantiano nunca formulado hasta ese momento: garantizar en cada momento la mayor cota de autonomía personal posible, de tal modo que cada uno de nosotros sea fin y no medio, sujeto de su propia vida y no un mero objeto en la vida de otros. Pero no ha sido sino muy recientemente, en el siglo XX, después de al segunda guerra mundial, cuando se extendieron a las mujeres, en Europa, los plenos derechos de la ciudadanía.

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La pretensión de autonomía kantiana e ilustrada es lo suficientemente utópica como para no quedar nunca satisfecha. Sabemos hoy que no podemos ser optimistas del mismo modo que lo fue Kant. Hemos presenciado desde el siglo XVIII hasta este recién estrenado XXI cosas demasiado terribles como para ignorar la existencia de fuerzas oscuras e irracionales que se agitan en nuestra conciencia de seres humanos y también en la conciencia de los pueblos. Fuerzas que tenemos que entender e integrar de alguna manera. Hoy somos optimistas avisados y ya se sabe que hombre y mujer avisados valen por dos. Nuestra confianza en la fuerza y la legitimidad de la causa de la mujer nace de un optimismo documentado que no se deja confundir simplemente por sus deseos, ni por la superficialidad de lo políticamente correcto. Pero no por eso ceja en su empeño de trabajar por un futuro de mayor libertad y cooperación entre seres humanos y pueblos en el que el varón y la mujer se entiendan mutuamente en pie de igualdad, respetando y amando sus diferencias.

Javier Otaola es abogado y escritor.

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