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Ser o no ser español

El ex-presidente del gobierno español, Felipe González, hizo un razonamiento muy cabal en el mitin que se celebró el pasado 21 de febrero en Quart de Poblet. A propósito de las identidades nacionales dijo que en España hay muchas maneras diferentes de sentirse español: hay quien dice sentirse vasco antes que español, o andaluz y español, o ante todo español, incluso hay quien dice que no se siente español sino catalán. Y, añadió, hay que dejar la libertad de que cada uno se sienta español como quiera, incluso rechazando serlo, porque ésta es también una manera de estar afirmando que lo es. En efecto, si lo pensamos, tiene razón, porque sería absurdo que un francés dijera que no se siente español. Sólo un español puede hacer esas matizaciones a la hora de establecer su identidad ante los demás.

Afirmar que todos caben en España se contrapone a otras concepciones beligerantes que también anidan en nuestro suelo. Son aquellas que no se basan en sentimientos positivos de pertenencia sino en su definición como antitéticas: ser anti-catalán, anti-vasco, anti-español. Las emociones que despiertan esos sentimientos de odio son siempre violentas y amenazan la convivencia pacífica. Se comienza agrediendo al otro de palabra: llamar al presidente de la Generalitat de Cataluña "borracho", o tachar de "asesinos" a los socialistas por pactar con Esquerra Republicana de Catalunya. Pero la desmesura amenaza siempre a este modo de proceder y por eso, resulta alarmante oír esas palabras. Es verdad que nada cuesta retirarlas, que una vez se retiran parece que se ha subsanado el mal; ahora bien, aunque invisible, el mal está hecho. Entre perder el respeto de palabra y atentar violentamente contra alguien, hay un abismo -"entre el dicho y el hecho hay un trecho", decimos-, y es cierto, pero eso no resta verdad a que el primer paso hacia el abismo se da con los insultos. Lo saben quienes asisten en el País Vasco a la escalada de violencia que nace en ambientes juveniles. Lo sabemos las mujeres que olemos la amenaza bajo el primer insulto, la primera falta de respeto.

Ante lo que sentimos, siempre somos demasiado obedientes. Manejamos nuestros amores y nuestros odios como la última palabra: "No lo puedo evitar, así lo siento". Y eso parece exculparnos. Rajoy dice que el presidente de la Comunidad de Murcia llamó al presidente de la Generalitat de Cataluña "borracho" como respuesta a la provocación que supone afirmar que en Murcia se desperdicia el agua. Y, claro está, parece decirse, esa declaración enciende una emoción irrefrenable. Antes de seguir siendo tan fieles a nuestros sentimientos, deberíamos hacer una reflexión acerca de cómo nacen. Porque lo que creemos espontáneo es fruto de nuestra educación: en familia, aprendemos a imitar las simpatías o antipatías de nuestros adultos, y así se forman nuestros sentimientos, como mímesis. Cuando nos fiamos de lo que sentimos, en realidad estamos obedeciendo a las apreciaciones, a los juicios de valor de nuestros abuelos, sin saberlo.

Si escucháramos también a nuestra razón y a nuestra experiencia, les quitaríamos fuerza a nuestras emociones y sentimientos primarios. Eso es bueno, muy bueno para la convivencia. En este nuestro país, tan carpetovetónico en sus manifestaciones extremas, sobre el que pesa haber protagonizado una guerra civil que enfrentó a vecinos, a miembros de la misma familia, a gentes que compartían una tierra y una historia, sería magnífico que aprendiéramos a desconfiar un poco de nuestros corazones, que nos deshiciéramos algo de nuestra viejas lealtades, que enterráramos a nuestros abuelos, y que miráramos hacia el futuro.

El contrapeso de la razón no le quitará todos los argumentos al corazón. Seguiremos sintiendo en la lengua y con las emociones que hemos aprendido en nuestras casas. Por eso es sabio entender que todas las formas de identidad que nuestra historia, la historia de España, ha generado, tienen que ser bien acogidas. Ésa es la idea que exponía Felipe González con acierto: que España es un país plural en el que todos tenemos que sentirnos cómodos, que debe acoger incluso a los que dicen que no se sienten españoles. Es una idea generosa que le honra.

Ahora que también Aznar está cerca de convertirse en ex-presidente, la historia se encargará de juzgar lo que cada cual ha hecho. Pero el infierno del que pronto será ex-presidente Aznar lo está viviendo ya, sin esperar a la posteridad. Él mejor que nadie, en su calidad de jefe de gobierno, ha podido apreciar la distancia que había con su predecesor: hay que ser Salieri para reconocer la gracia de la música de Mozart.

¿No se avergüenzan los militantes, los votantes del Partido Popular, viendo cómo se comportan algunos de sus representantes? ¿A qué viene que tantas voces se alcen contra la pérdida de valores de nuestros jóvenes cuando el espectáculo que se les ofrece es éste? ¿Tendrán aún el valor de pedirnos a los esforzados profesores que enseñemos a condenar lo que los adultos se vanaglorian de hacer?

Maite Larrauri es filósofa.

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