Del sexo al género
En estos días ha saltado a la prensa una polémica sobre la pertinencia de hablar de violencia de género para referirse a la violencia contra las mujeres, como se viene haciendo repetidamente en los medios (EL PAÍS, 1 de febrero, 2004). El debate era previsible, la gente comprende mal por qué se ha impuesto la categoría de género, cuyo significado, en castellano, remite más a los géneros gramaticales que a otra cosa. Esta confusión, sin embargo, no se produce en inglés, de donde procede el término gender, adoptado en los años setenta por las feministas americanas, para diferenciar entre el sexo biológico (sexual difference) y las construcciones culturales que determinan la formación de las identidades y las relaciones de los sujetos (gender). En aquellos años, las estudiosas feministas, que trataban de comprender la discriminación social de las mujeres, tropezaban siempre con los argumentos de la consabida Naturaleza -con el sexo biológico- que parecía determinar el ser y la existencia de la mujer, dejando de lado los rasgos de la personalidad y los comportamientos que se debían a la historia. La categoría de género parecía responder a la necesidad de los estudios de las mujeres de dotarse de los instrumentos analíticos adecuados para designar los condicionantes socio-culturales de la llamada diferencia de las mujeres. Los cuales, por otro lado, apenas habían sido desarrollados por las ciencias académicas que venían ignorando los problemas planteados por las teóricas feministas.
Las mismas teóricas feministas se preocupan hoy por los equívocos que se producen por el uso sistemático de la categoría de género. En muchos casos esta categoría no hace sino encubrir la realidad plural y las experiencias diversas de las mujeres reales y sustituirlas por una función de carácter abstracto. En la práctica, el análisis de las representaciones de género convierte en objetivo exclusivo de interés las estructuras lingüísticas y culturales que fundan las diferencias de género. Pero, sin el apoyo de otras perspectivas, lo que produce este enfoque es una historia sin sujeto o, en el mejor de los casos, un elenco de factores, características y significados cuya institucionalización da cuenta de las desigualdades y las diferencias observables entre varones y mujeres a lo largo del tiempo. El debate al respecto lejos de estar cerrado continúa saludablemente, como ponen de manifiesto los estudios feministas más recientes, editados en castellano. (Silvia Tubert, ed.: Del sexo al género. Los equívocos de un concepto, Feminismos, Madrid, 2003)
Es cierto, además, que la traducción del concepto inglés gender por género en castellano resulta más bien oscura, como han protestado los gramáticos por entender que género es una categoría gramatical. Pero en esto no llevan toda la razón. Las palabras y sus significados no les pertenecen en exclusiva. Cabe preguntarse por qué razón no puede el feminismo utilizar el concepto gramatical ampliando su contenido como lo hace o ¿es que los significados de las palabras son únicos y eternos? Habría que recordarles, además, que en castellano el concepto género se refiere también al género humano que sabemos está compuesto por dos sexos. Existen otras razones para cuestionar la necesidad de usar esta categoría . En castellano, como en catalán o en francés, hay otras posibilidades para nombrar aquello que, más allá del sexo biológico, las mujeres debemos a las definiciones y significados incorporados por la historia. En castellano, diferencia sexual (sexual difference) remite a la realidad material de lo humano, en tanto que diferencia de sexos incluye una distinción abstracta y conceptual de la especie, como ocurre con el vocablo género. En consecuencia, hablar de diferencia de o entre los sexos tendría la misma función significativa que atribuimos a género, además de resultar más claro para nuestras lenguas. Así viene ocurriendo en los estudios de las mujeres en Francia, donde la categoría, différence des sexes, se usa frecuentemente y en muchos casos convive con el concepto de género.
La categoría de género, por otro lado, ha sido internacionalmente incorporada al lenguaje de la política a partir de la conferencia de Pekín de 1995, realizada bajo los auspicios de las Naciones Unidas. Desde entonces se usa para designar las políticas encaminadas a terminar con las diferencias entre los sexos que, en el lenguaje políticamente correcto, se trasmuta en políticas de género. Por efecto de los medios de comunicación el cambio se ha producido con rapidez y no sólo en nuestro país, en donde toda suerte de políticos y gentes mediáticas lo usan sin ningún tipo de reservas, aunque dudo mucho de que la mayoría sepa exactamente el significado de un término que, eso sí, todos saben políticamente correcto. Resulta sorprendente la facilidad con que todos hablan de problemas o de políticas de desarrollo de género, en lugar de hablar de políticas de desarrollo para las mujeres o de políticas de igualdad entre mujeres y hombres, como se decía antes.
La verdad es que cuando, a diestro y siniestro, oigo hablar de los problemas de género, me pregunto si saben a qué se están refiriendo y si son las mujeres reales las que les preocupan. Me temo que no. Para muchos, hablar de género no pasa de ser una muletilla que se usa sin demasiada preocupación por la realidad que se esconde detrás de las palabras: las mujeres, minusvaloradas, discriminadas o maltratadas y, los hombres, e incluso mujeres, cuyos actos discriminan. Hablemos de género y después ya se verá qué es esto y si hay que hacer alguna cosa más que lamentar las muertas por la violencia dicha de género.
No me vale, como feminista, el que me digan que al hablar de violencia de género se significan los problemas estructurales que afectan a todas las mujeres, por el hecho de serlo, como víctimas. Me pregunto si esto significa considerar a todos los hombres como culpables. Comprender a las mujeres como colectivo genérico diferente del grupo de los hombres, no significa uniformizar la realidad de unas y otros, ocultando la diversidad que nos distingue. No hace falta pertenecer a un colectivo genérico para defender la causa de las mujeres. Tan solo es necesario querer ser parte de un colectivo social. Ni todas las mujeres somos maltratadas, ni todos los hombres son maltratadores: gracias a Dios y a las mujeres en plural que, maltratadas o no, defendemos, cada vez con más hombres, éstas y otras causas que son nuestras.
Isabel Morant es profesora de Historia de la Universidad de Valencia.
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