Padres sin hijos
Uno. Philippe Noiret, José María Pou. Noiret y Les contemplations, de Victor Hugo; Pou y Bartleby, de Melville. Dos formas muy parecidas de entender el teatro, y yo diría que la vida. Dos monstruos. Dos solitarios. Y dos monólogos en dos festivales parejos, cada uno en un extremo de la Península: Málaga y Girona. Dos festivales apartados de los "grandes centros de producción" y unidos por un mismo espíritu: rastrear y ofrecer todo aquello que se les escapa a los programadores abúlicos. Ya les hablé de Temporada Alta, el espléndido certamen de Girona, donde uno puede ver, allí y sólo allí, a Peter Brook, a Isabelle Huppert, a Ricardo Bartís o a María Friedman. Y ahora toca hablar de Málaga, con otro cartel memorable: Plan K, Josef Nadj, Joglars, Marcial Di Fonzo Bo y Langhoff, Homar, Albert Vidal, La Cubana, Berkoff, entre otros.
A propósito de Les contemplations, de Philippe Noiret, y Bartleby, de José María Pou
No pude verlo todo, por supuesto: he escogido La Cubana y Noiret. La Cubana ha comenzado su nueva gira (les hablaré la semana próxima); Noiret ha estado sólo dos días y se vuelve a Francia. Lleva más de un año recorriendo Francia y Canadá con este espectáculo. Hay una grandeza esencial en este actor que lleva más de cien películas y otras tantas obras de teatro a sus espaldas, que ya lo ha demostrado todo, y que ahora, a sus 73 años, emprende una gira en solitario. Por placer. Por el placer de meterse en la piel y el alma de Victor Hugo a través de su poemario más íntimo, menos popular. "Este libro es la historia de un alma, y debe leerse como si lo hubiera escrito un muerto", escribió Hugo. Un poemario inmenso, en dos volúmenes: el Libro de la Esperanza y el Libro del Duelo, donde evoca sus amores infantiles, casi pastorales; las fêtes galantes que anuncian a Verlaine; un mundo con labios abiertos como cerezas y rosas como labios abiertos. Y luego, el vacío, el enorme vacío de la muerte de su hija Leopoldine, ahogada, con su esposo, en Villequier. Una muerte que Hugo conoció leyendo el periódico, Le Siécle, en el café de l'Europe, la tarde del 9 de septiembre de 1843, cinco días después del accidente. Les contemplations: 158 poemas escritos -dictados, casi- a lo largo de diez años, entre 1846 y 1855, de los que Noiret ha espigado una treintena. Ves a Noiret en escena y es imposible no pensar en el relojero de Saint-Paul, otro padre en duelo, abocándose a la resignación: "Il faut que l'herbe pousse et les enfants meurent". Una voz grave, oscura, con la emoción contenida, luchando por no desbordarse. Fréderic Ferney, el gran crítico de Le Figaro, acuñó una expresión justísima para definir a Noiret: "C'est un ordinaire de légende". Como Raimu. Como Jean Gabin. Actores con una fuerza misteriosa, que parece mostrarse con sordina. Hay algo muy inglés en Noiret. Para ser completamente inglés le sobra lo que a casi todos los grandes actores franceses: esos peligrosos gramos de autoconsciencia, de embriagarse al mismo tiempo con las uvas verdes y negras de Hugo, y con el embeleso de la propia dicción, que son dos ebriedades distintas. Noiret, a veces, recita como si se estuviera escuchando, pero casi siempre coloca la pausa justa, la pausa que modula la afloración de la memoria o se detiene con un temblor de abismo, como pedía Hemingway: "Un punto y coma en el lugar que le corresponde puede desgarrar el corazón con la fuerza de unas tenazas".
Dos. Noiret en Málaga me llevó al recuerdo de Pou en Girona. Pou leyendo, interpretando Bartleby, un recital que debería girar por España como el de Noiret por Francia. A Pou le pidieron una lectura y ha construido un espectáculo, todavía más emocionante que el de Noiret. Pou es un actor "con peligro". Un hombre nacido para interpretar a los reyes de Shakespeare; un gigante de apariencia irrompible pero que puede resquebrajarse en cualquier momento. Exhala una gran agitación secreta, de niño grande o animal herido, presto a dispararse en estallidos de violencia, de dolor, de ternura salvaje. Pou convierte al narrador de Bartleby en otro padre; un padre que trata, enloquecidamente, de entender a su hijo borderline, de protegerle de su "pálida desesperanza". Un hijo que se le escapa en su ruta suicida hacia la nada, hacia la absoluta desposesión. Su recital sigue, curiosamente, una pauta muy similar a la de Les contemplations. Una primera parte casi idílica. Dickensiana: los personajes de la oficina, sus perfiles, sus pequeñas manías. Poco a poco, en la voz de Pou, Dickens muta en Beckett; Uriah Heep da paso a Malone. Y el padre se encuentra con su hijo en mitad del desierto, frente a un muro inexpugnable. Hasta que comprende. Hasta que vuelve a su memoria, como un pájaro negro, el negociado de Cartas Muertas de Washington, donde Bartleby incubó su mal, entre anillos que no llegaron a su dedo y cartas de perdón para aquellos que murieron en la culpa. Es en ese momento cuando la voz de Pou se transfigura, evocando a un hijo perdido que ya duerme para siempre "con reyes y consejeros", y su voz es como la de Gabriel en los párrafos finales de Los muertos de Joyce: "Cae la nieve sobre la tumba de Michael Furey, cae sobre el mégano de Allen y sobre las sombrías aguas de Shannon, cae leve sobre el universo, sobre todos los vivos y sobre los muertos". Los dos monólogos, la voz de Noiret y la voz de Pou, concluyen con el mismo acorde, ese instante supremo en el que uno es todos los hombres. "¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!", susurra el padre de Bartleby, y le contesta el eco transoceánico del náufrago de la isla de Jersey: "¡Ah, insensé qui crois que je ne suis pas toi!".
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