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Columna
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¿Miente y vencerás?

Llamaron a la puerta y era Álvarez-Cascos, que venía a inaugurar, según dijo, la nueva cocina de mi casa. Le acompañaban, naturalmente, media docena de altos cargos, ocho o diez periodistas y seis cámaras de televisión. Intenté explicarle que cometía un error y que, en realidad, lo único que habíamos hecho en nuestra cocina era comprar un escurreplatos y dos fruteros. No sirvió de nada: el ministro puso una sonrisa del tamaño de Getafe, se hizo una foto con un azulejo en la mano y otra metiendo los periódicos del día en la panera, y después se marchó a mil por hora. Por cierto, que dos de sus guardaespaldas llevaban en vilo a Federico Trillo, que parecía algo mareado y no dejaba de amenazar con reconquistar Portugal. "Hombre, jefe", le decía uno de ellos, "querrá usted decir Gibraltar". "Ni Gibraltar ni leches", contestó, mientras arrojaba unas monedas a los pies de los periodistas, con el gesto entre magnánimo y displicente de quien le echa pienso a las gallinas.

Es curioso lo que les ocurre a algunos políticos cuando se acercan las elecciones. A unos, la furia les hace sufrir cambios tan radicales que parecen el doctor Bruce Banner convirtiéndose en La Masa: ahí tienen a los ministros Eduardo Zaplana, Julia García-Valdecasas y Elvira Rodríguez llamando, poco más o menos, etarras y asesinos a los socialistas tras el episodio de Carod Rovira, el Breve. A otros, en cuanto se acercan a un micrófono les sale por la boca un circo, como a ese señor ministro del Opus Dei, por lo general tan retórico y tan catedraliciamente serio, que se ha transformado en una especie de Cantinflas local y va por ahí haciendo el canto del Pájaro Loco. Otros ofrecen las mismas propuestas que tumbaron en el Congreso cuando las hizo la oposición, desde el carnet de conducir por puntos a la ley contra la violencia de género. Y casi todos se dedican a inaugurar. Eso es, a inaugurar lo que sea, polideportivos, colegios, hospitales, carreteras o pantanos. "Dadme unas tijeras y soy capaz de inaugurar el arco iris".

En Madrid, sin ir más lejos, últimamente no paran de inaugurar y prometer. A veces inauguran cosas que no existen, otras hacen promesas que ya son media mentira y otras prometen cosas que no hacen falta y que te hacen pensar en aquella reacción del escritor Julio Camba cuando le visitó una delegación del Ayuntamiento para comunicarle que pensaba ponerle su nombre a una calle, y él contestó: "¿Una calle? ¡Pero si lo que yo necesito es un piso!".

Por ejemplo, en la capital de España -con perdón-, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y el ministro de Justicia, José María Michavila, fueron el otro día a Parla a inaugurar un Palacio de Justicia y a que los vecinos les reclamasen el hospital que habían prometido construirles y que ahora ya no está tan claro que les construyan. A la presidenta le llamaron "mentirosa". Y en Vicálvaro, al ministro de Fomento, Álvarez-Cascos, le acaban de explicar que la autopista de peaje R-3, recién abierta, los aísla del centro de la ciudad, los obliga a dar grandes rodeos y les hace perder el tiempo. Al ministro le llamaron "incompetente". Lo de las mentiras tiene mala solución, porque los mentirosos suelen ser tan incorregibles como los ladrones, y ya lo decía el dramaturgo Arthur Schnitzler: "Puedes impedirle a alguien que robe, pero no que sea un ladrón". Pero, ¿y la incompetencia? ¿No se podría atenuar teniendo menos prisas? ¿Si no tuvieran tanta prisa por inaugurar obras, no se podrían pensar y hacer mejor esas obras, de forma más coherente y eficaz?

Son malos síntomas, sin duda, por lo que transparentan, que no es otra cosa que el desprecio más absoluto por los ciudadanos, reducidos a la condición de electores útiles, y por sus derechos elementales: trabajo, sanidad, educación, vivienda... Por no mencionar el derecho a no ser engañados. "Tú promételes cualquier cosa, lo que sea", deben aconsejarse unos a otros, "desde la conquista de la isla de Perejil hasta la construcción de viviendas sociales y de un hospital en su barrio, y ya verás cómo te votan. Luego, te olvidas y punto". ¿Resulta descabellado y hasta impensable imaginar una conversación de ese tipo entre, por ejemplo, un alcalde o un ministro de Fomento y sus sucesores? Piénsenlo bien. ¿Han dicho que no? Pues si semejante atrocidad no resulta descabellada y hasta impensable, es que aquí está muy oscuro y todos tenemos un gran problema.

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