El primer paleta
Hace unos días, el presidente del Gobierno inauguraba la nueva terminal de Barajas sin que hubieran concluido las obras. Ahora se procede a la colocación de la primera piedra del Plan Hidrológico Nacional en la Comunidad Valenciana, un trabajillo del que también se ha encargado José María Aznar, tal vez como primer paleta del reino. Inaugurar obras que no se han completado o enterrar un ladrillo son mañas verdaderamente ingeniosas que me recuerdan el pasado. Los antiguos proyectistas, aquellos esforzados reformadores de otros tiempos, eran unos tipos animosos y algo tronados que se empeñaban en planes enérgicos. No les frenaban ni lo impracticable de su obra ni el desinterés del Gobierno: estaban tan persuadidos, tan pagados de sí mismos, que no se paraban ante nadie y elevaban sus proyectos a la Superioridad, esperando de la Monarquía su aprobación y su ejecución. ¿Escaseaban los fondos? No había problema, pensaban. El Soberano aprontaría lo preciso para su consecución. Duerme en los archivos una variada muestra de esos atadijos, de esas Exposiciones pensadas para el fomento de la prosperidad pública. Sus autores eran tipos denodados, algo misántropos, habitantes de una localidad lejana, individuos que tenían hechas algunas lecturas, que tenían unas pocas ideas, individuos que, a la postre, aspiraban a ser interlocutores del Monarca, premiados con su interés. Sus cartapacios contenían no sólo el texto escrito sino también documentación gráfica, unos garabatos mejor o peor ejecutados en los que el proyectista detallaba el plano de la obra pública. ¿Cuál era el destino habitual de aquellos pliegos de papel? Lo corriente era que la Superioridad archivara dichas peticiones olvidando al desprendido corresponsal, un remitente que, con toda probabilidad, seguiría absorto en su pueblo ajeno al descuido de la Corona.
Ahora las cosas ocurren justamente al revés: no son los eruditos de provincia quienes extenúan con sus planes al Soberano, sino que son los ministros o el Presidente del Gobierno los que nos distraen o nos confunden con todo tipo de proyectos, con ideaciones intrépidas, con trabajos formidables e imperiosos. Hay un arrebato proyectista en nuestras autoridades, conscientes de que lo decisivo no es tanto la realización cuanto la ocurrencia, su misma concepción. Los trazados y los dibujos de aquellos ingeniosos lugareños en los que podía atisbarse qué sería el proyecto una vez ejecutado se reemplazan ahora con el espectáculo de las primeras piedras que contendrán las aguas venideras, con una puesta en escena. No podrán asistir porque fallecieron hace tiempo, pero estoy seguro de que si hubieran podido desplazarse hasta el lugar habrían hecho acto de presencia unos espectadores de excepción: los viejos déspotas de Asia que acometieron todo tipo de ingenios hidráulicos, don Gonzalo Fernández de la Mora, aquel ocurrente intelectual del franquismo que ideó el Estado de Obras, y los proyectistas, sobre todo, los proyectistas, que verían finalmente cumplido el sueño de verse agasajados por la gracia del Valido.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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