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Tribuna:CARMEN IGLESIAS, EN LA CÁTEDRA JULIO CORTÁZAR
Tribuna
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Lecciones de Historia en Guadalajara

Hace 10 años, Gabriel García Márquez y yo fuimos designados "creadores eméritos" del sistema de becas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, creado por el Estado mexicano.

Ello nos propuso un dilema. Por una parte, no deseábamos recibir personalmente las sumas atribuidas a la beca; por la otra, no queríamos cometer una descortesía hacia el Gobierno de México. Llegamos a la conclusión de que ni él ni yo tocaríamos un centavo, sino que entregaríamos el monto de las becas a la Universidad de Guadalajara para crear una cátedra en honor de Julio Cortázar, nuestro amigo queridísimo, nuestro escritor admiradísimo, muerto, él, 10 años antes de la creación de esta cátedra y 20 años antes de la celebración de su persona y de su obra que hoy iniciamos.

Si algo nos movió a Gabriel y a mí para tomar esta decisión fue el respeto que nos inspiraba la calidad e independencia de la Universidad de Guadalajara; la personalidad de su rector, Raúl Padilla, y, sobre todo, la vibrante inquietud de los jóvenes que a ella acuden. Pensamos que nada mejor podíamos hacer en memoria de Cortázar, argentino de cultura universal y solidaridades concretas, que establecer un diálogo extenso y profundo entre la juventud jalisciense y grandes exponentes de la vida política y cultural contemporánea.

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Personalidades públicas, escritores, académicos, artistas plásticos, científicos, han desfilado por esta cátedra, siempre en estrecho contacto con la juventud universitaria tapatía. El cultivo de la historia ha tenido sitio privilegiado en este programa, como lo demuestran los cursos impartidos, entre otros, por Jacques Lafaye, Hugh Thomas, Eric Hobsbawm, David Brading, Frederick Katz y, ahora, Carmen Iglesias, directora general del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de España y miembro tanto de la Real Academia de la Historia como de la Real Academia Española -la academia de la lengua castellana-. Juntos hemos participado, asimismo, en las sesiones del Foro Iberoamérica, que por vez primera reúne en diálogo franco a los sectores cultural, político y empresarial del orbe luso e hispanoparlante.

Serían, éstos, motivos suficientes para saludar a Carmen Iglesias, si su presencia entre nosotros nos reclamase dos notas más, una intelectual y otra personal. Intelectualmente, Carmen Iglesias es una historiadora indispensable para la hora que vivimos. Leyéndola, uno puede pensar que Carmen nació para vivir este tiempo. O acaso, nuestro tiempo existe para que Carmen lo piense, lo asuma, lo aclare.

Su gran obra, Razón y sentimiento en el siglo XVIII, nos entrega las claves de su pensamiento a partir del examen de dos grandes figuras de la Ilustración: Rousseau y Montesquieu. Iglesias ve en los autores de El contrato social y de El espíritu de las leyes una suerte de parteaguas del pensamiento político moderno, la urdimbre de un "conglomerado heredado" que se deposita en el presente.

Rousseau es el pensador de la fuerza emocional, el promotor de la sociedad justa e igualitaria, pero al precio de la homogeneidad. Es el hombre que exige unidad, pero no deja espacio para otros modelos en competencia con el que, más que hacernos libres, nos obliga a ser libres. De allí que la visión rousseauniana haya sido germen negativo tanto de totalitarismos que nos imponen una sola versión necesaria de la libertad como germen positivo de todo un movimiento literario y artístico, el romanticismo y su ambición de recuperar la unidad perdida. Quizás fuera el romanticismo la última gran revolución cultural, pues va de la Nueva Eloísa, de Rousseau, y el Werther, de Goethe, en el siglo XVIII al movimiento surrealista y la proclama de André Breton: encontrar la región del espíritu donde cesan las contradicciones, en el siglo XX.

En cambio, Montesquieu, tal y como, lúcidamente, lo estudia Carmen Iglesias, es el filósofo de la pluralidad y de la moderación, pero sin excluir el problema de la contradicción entre normas éticas y hechos políticos. Estudiando a Montesquieu, Carmen Iglesias nos obliga a pensar en profundidad el tema de los límites del poder a través de la articulación de ética y política a fin de conducirnos a la pregunta esencial: ¿cómo es posible la convivencia humana?

La crítica de la aspiración romántica la hizo en su momento Adorno: la recuperación de la totalidad puede conducirnos al totalitarismo. Una humanidad liberada no sería una humanidad total, sino una humanidad que gana la diversidad, y la respeta.

Carmen Iglesias nos recuerda que los regímenes totalitarios contienen el germen de su propia destrucción: de Moctezuma a Hitler, una sociedad sin crítica y disentimiento conduce al derrumbe político. De allí la importancia que Carmen Iglesias atribuye a la tradición y a la palabra.

Tradición: nadie escapa a su propia sombra. El conocimiento de las obras del pasado contribuye a una mejor comprensión de la realidad del presente. Pero a la inversa, los debates de nuestra época sirven para interpretar el pasado. La idea dinámica que Carmen Iglesias se hace de la tradición nos sirve para combatir dos nociones a mi entender perniciosas, pero, como toda idea simplista, atractivas, porque un lema fácil nos dispensa de un pensar difícil.

El primer lema es el supuesto choque de civilizaciones propuesto por Huntington. Pregunta: ¿cuándo no han chocado las civilizaciones y cuándo, al chocar, no se han fundido unas en otras, creando identidades nuevas y más ricas? ¿Francia sería Francia si sólo fuese la cultura gala original de Vercingetórix (y Astérix) y no, además, la cultura latina de César y Virgilio?

¿España sería España sin sus tradiciones pluralistas, celtíberas, fenicias, griegas, romanas, árabes, judías y godas, todas resultado positivo de choques civilizatorios? ¿Iberoamérica sería Iberoamérica sin su triple tradición indígena, negra y europea, sin olvidar que a través de España y Portugal somos también culturas mediterráneas?

El choque de civilizaciones actual se nos propone como ideología de combate y de miedo: combate de islam contra Occidente y miedo de Occidente al islam. Si una sola gran potencia, los EE UU, define quiénes son los buenos y quiénes los malos del melodrama histórico, con ello se eleva al nivel del maniqueísmo internacional vigente una pugna interna al mundo islámico mismo, entre conservadores y renovadores dentro de cada país del inmenso arco cultural que va de Argelia a Irán. Éste no es un choque de civilizaciones entre islam y Occidente. Es una transformación interna de los regímenes islámicos, que sólo puede ser perturbada, deformada e interrumpida por actos bélicos injustificados desde e1 exterior, ocupaciones neocoloniales e ignorancia de las realidades culturales del terreno.

Algo de esto sabemos los mexicanos. La intervención militar norteamericana de 1914, decidida con buena fe por el presidente Wilson para debilitar al tirano Huerta (producto, a su vez, de otra intervención norteamericana, la del embajador Henry Lane Wilson para asesinar al presidente Madero), la ocupación de Veracruz en 1914, digo, sólo sirvió para fortalecer a Huerta, permitiéndole aumentar el reclutamiento de tropa, pero no para combatir a los gringos en Veracruz, sino para combatir a Villa en el norte y a Zapata en el sur. Al cabo, fuimos los mexicanos mismos los que, con éxitos y fracasos, condujimos nuestro proceso histórico hacia el reconocimiento cultural pleno, el desigual desarrollo económico y el arduo camino político hacia la democracia con base en el fortalecimiento de la sociedad civil. Que sirva de ejemplo.

El respeto a los procesos de desarrollo histórico internos de una sociedad y el respeto al orden jurídico internacional son las bases para una construcción común de valores y un verdadero diálogo, que no choque, de civilizaciones.

A la otra teoría en boga -el fin de la historia de Fukuyama-, Carmen Iglesias contesta con vigor: quienes nos hablan del fin de la historia lo hacen con el propósito de vendernos otra historia, la suya, no la nuestra.

La historia es dolorosa, nos dice Carmen Iglesias, pero su pérdida puede serlo aún más. Sin la memoria del pasado, no tendríamos futuro. Y sin un proyecto de futuro, perderíamos la memoria del pasado. Es decir, la historia es un flujo continuo y en ella no hay éxitos ni fracasos definitivos, sino un conjunto de acontecimientos humanos en los que el azar y la necesidad obligan a seres humanos concretos, en cada época, a responder a los desafíos históricos con los instrumentos que las culturas les proporcionan.

Lo cual me conduce al tema complementario de esta presentación: para Carmen Iglesias, historia y literatura no son disciplinas opuestas, sino fraternas. En ambas hay elementos de ficción. No existe historia total, hermética, perfectamente objetiva, por la simple razón de que la historia, como la literatura, depende de una creación humana ambigua que es el lenguaje.

Esto, que lo vio claramente, para volver al siglo XVIII, Gianbattista Vico en la España napolitana, ha sido ofuscado por una pretendida facticidad: la historia es una suma empírica de hechos. Günter Grass, tizona en mano, lanza una tremenda tajada: "La literatura tiene futuro mientras contradiga a la historia". Carmen Iglesias, seguramente menos teutónica o al menos báltica, más adecuada a una nueva Ilustración que le otorgue a nuestro siglo más ideas y menos ideología, más crítica y menos dogmas, nos pide que restauremos, como lo hizo Cervantes con el Quijote, e1 principio de incertidumbre, inseparable del enfoque crítico que al cabo debe hermanar a historia y literatura.

Qué se recuerda. Qué se olvida. Vivimos, por fortuna, este dilema que sólo tiene solución, dice Carmen Iglesias, en los regímenes totalitarios. O, como decía un chiste soviético: el futuro es seguro. Sólo el pasado es incierto.

Carmen Iglesias, al hablarnos de Ficción e Historia, es fiel a su propósito de privilegiar a la palabra. Y el placer de la palabra es la libertad de decir sí o de decir no a la realidad. La ficción es un correctivo de la pretensión histórica de construir una narración verdadera, hermética e impermeable. Y la historia es la configuración narrativa de los tiempos humanos, abierta a la duda y a la contradicción, es decir, a la crítica.

La nota personal, en fin, consiste en decir cuánto quiero y admiro a Carmen Iglesias, cuánto le agradezco las palabras que me dirigió cuando nuestro común amigo Alberto Ruiz-Gallardón me atribuyó la Medalla de la Comunidad de Madrid, cuánto aprecio sus inteligentísimos análisis en el seno del Foro Iberoamérica, cuánto me animan su vigor y su independencia intelectuales y cómo me enriquece su amistad tan cálida.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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