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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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¿Quién mató al obispo?

Mario Vargas Llosa

En la noche del 26 de abril de 1998, en Ciudad de Guatemala, el obispo Juan Gerardi, al regresar a su residencia en la iglesia de San Sebastián luego de una velada en familia, fue asesinado con inicua crueldad. Su cadáver ensangrentado se halló junto a su automóvil, con la cara totalmente destrozada por los golpes de los victimarios. Monseñor Gerardi, muy conocido por su combate de años a favor de los derechos humanos, dos días antes del crimen había hecho público un informe en cuatro tomos titulado Guatemala, nunca más, en el que se sostenía que el 90% de los hechos de violencia -asesinatos individuales, torturas, desapariciones, exterminios colectivos- ocurridos durante los 37 años de guerra civil en el país habían sido obra de las fuerzas armadas y policiales y sólo un 10% responsabilidad de las guerrillas. El crimen parecía firmado. Tres años después, el 8 de junio de 2001, luego de infinitos enredos, golpes de efecto, fugas, contradicciones, atentados terroristas y un dédalo de trajines judiciales, un tribunal condenaba por el asesinato a treinta años de cárcel a tres militares, el coronel retirado Byron Lima Estrada, el capitán Byron Lima Oliva y el sargento Obdulio Villanueva, y a 20 años de prisión al sacerdote Mario Orantes (ayudante del obispo), como encubridor de los asesinos.

¿Se había hecho justicia, por una vez, en la escandalosa historia de los crímenes de Estado latinoamericanos? Nada de eso, según el escalofriante reportaje que acaban de publicar Maite Rico y Bertrand de la Grange (¿Quién mató al obispo? Autopsia de un crimen político), luego de dos años de una investigación tan exhaustiva como apasionante, que saca a la luz las infinitas ramificaciones de la corrupción en los ámbitos políticos, militares, eclesiásticos y judiciales que son el fundamento mismo del subdesarrollo y el obstáculo mayor para que en países donde ello ocurre llegue a funcionar la democracia. Ambos periodistas trabajaron varios años como corresponsales -ella de EL PAÍS y él de Le Monde- en México y América Central, y además de familiarizarse con los problemas de la región, se han identificado con sus gentes, pues, detrás de sus rigurosas averiguaciones, incansables cotejos y escrupulosos análisis, se percibe una honda indignación por la madeja de embrollos, mentiras, intrigas, calumnias y chantajes de que se valieron los poderes fácticos -el Gobierno, la Iglesia, los cuerpos de seguridad, las bandas criminales y los jueces- para encubrir a los verdaderos culpables, sacrificar a inocentes, y entronizar una monumental distorsión de la verdad, operación de la que un puñado de bribonzuelos, oportunistas y politicastros sacaron excelente provecho personal.

El libro se lee a ratos con náuseas, a ratos con estupor, y siempre con la absorbente atención que consiguen las mejores películas policiales. El bueno de la historia, sin lugar a dudas, es el infortunado obispo Juan Gerardi, a todas luces un hombre íntegro y un religioso valiente, que, en las peores épocas de la violencia, cuando le tocó ejercer su ministerio en el Quiché, la zona más afectada por las acciones rebeldes y las operaciones contraguerrilleras, hizo lo imposible para frenar los abusos que cometía el Ejército contra la población civil -verdaderas matanzas de inocentes, a menudo-, a la vez que, apelando a todos los argumentos razonables, trataba de disuadir a los sacerdotes y catequistas ganados por las teorías de la Teología de la Liberación, de que tomaran las armas y se lanzaran al monte. Él contribuyó con sus mejores esfuerzos a la firma de los acuerdos de paz que pusieron fin a la guerra durante el Gobierno del presidente Álvaro Arzú (1996-2000) y él tuvo la idea del proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), que había dirigido y cuyo primer resultado fueron los cuatro tomos de Guatemala, nunca más. A juzgar por la investigación de Maite Rico y Bertrand de la Grande, en la jerarquía de la Iglesia guatemalteca no abundaban los pastores de la categoría moral del obispo Gerardi y había en ella, más bien, algunos personajes que parecen inventados por un enloquecido anticlerical.

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La culpabilidad de los tres militares sentenciados (uno de los cuales, el sargento Obdulio Villanueva, ha sido asesinado y decapitado en la cárcel) parece más que dudosa, y muy posiblemente resultado de un montaje siniestro del servicio de inteligencia y militares vinculados al Gobierno que sucedió al de Álvaro Arzú, el de Alfonso Portillo, protegido y aliado del general Efraín Ríos Montt, general golpista y genocida, interesados en implicar al Gobierno de aquél en el horrendo crimen (pues el capitán Byron Lima Oliva formaba parte de la guardia presidencial de Arzú). El otro sentenciado, el pintoresco sacerdote Mario Orantes -hipocondríaco, coleccionista de perfumes exóticos, camisas de seda italianas y vídeos de horror y pornografía- a todas luces sabe mucho más de lo que dijo en el juicio. Él estaba en la parroquia de San Sebastián cuando monseñor Girardi fue asesinado y los colmillos de su perro Balou -un pastor alemán- quedaron incrustados en la mandíbula del obispo, un hecho comprobado por los peritos, pero que los jueces -uno de los mil misterios del proceso- se empeñaron en descartar. El primer fiscal del caso, Otto Ardón, que trató de profundizar en esta pista, recibió tantos ataques y amenazas que tuvo que renunciar y huir del país. No fue el único.

¿A quién ocultaba y protegía el cura Orantes? Tal vez al personaje femenino más extraordinario de esta historia, Ana Lucía Escobar, apodada La China, hija natural de monseñor Efraín Hernández, canciller de la curia y párroco del Calvario, que fue uno de los primeros en llegar, acompañado de Ana Lucía, al lugar del crimen. ¿Quién es la hija de monseñor, nacida de su cocinera Ismelda, mujer de armas tomar también ella? Sus credenciales ponen los pelos de punta: traficante en objetos de arte sagrado robados de las iglesias, arrestada en varias ocasiones por asaltos, secuestros, y por formar parte -acaso capitanear- una banda de asesinos, ladrones, contrabandistas y traficantes de drogas conocida como la banda de la Valle del Sol, y amante de pistoleros y facinerosos de nutrido prontuario. Maite Rico y De la Grange se inclinan por creer que los autores intelectuales del asesinato -salidos de los servicios especiales del Gobierno de Portillo y del general Ríos Montt- pudieronvalerse de esta pandilla para ejecutar el crimen, a la vez que urdían minuciosamente la trama encaminada a incriminar a los militares sentenciados.

Para esto, se valieron de unos testigos salidos de una Corte de los Milagros guatemalteca: un grupo de indigentes que dormían en la plaza de San Sebastián, en las puertas de la parroquia, y cuyo testimonio fue decisivo para el fallo judicial. Estos testigos, sobre todo Rubén Chanax, apodado El Colocho, pasaron, gracias al crimen, de vivir de la nada y en la vía pública a ser mantenidos, protegidos y viajados por el Estado, y sus testimonios fueron siendo modelados a lo largo del proceso -alterados, retorcidos, adaptados- de tal modo que sirvieran los objetivos de una acusación que parecía sumisamente sometida a los dictados de la Odha, la organización de derechos humanos del arzobispado, cuya actuación a lo largo de toda esta historia es sumamente sospechosa, por decir lo menos. Sus abogados se empeñaron en obstruir o descartar todas las pistas que no incriminaran a quienes fueron finalmente sentenciados y a legitimar indicios y pruebas en muchos casos dudosas y en otros flagrantemente fraguadas, en extraña alianza con las tesis y empeños del Gobierno de Alfonso Portillo y el general Efraín Ríos Montt. Aunque parezca increíble, los principales dirigentes de la Odha serían luego incorporados en puestos eminentes por este Gobierno de triste memoria.

La historia de los tres antiguos colaboradores de monseñor Gerardi en la defensa de los derechos humanos y dirigentes de la Odha -Edgar Gutiérrez, Ronalth Ochaeta y Mynor Melgar-, que luego de su incomprensible actuación a lo largo de un juicio en el que los culpables salen libres y se condena a inocentes terminan siendo promovidos como embajador, canciller y jefe de los servicios secretos de uno de los gobiernos más sangrientos y corruptos de la historia de Guatemala, da vértigos y parece una historia salida de las plumas de un Joseph Conrad o un John Le Carré.

Maite Rico y Bertrand de la Grange han leído todas las actas del proceso, interrogado a testigos, jueces, fiscales, políticos; evaluado con minucia las contradicciones, confusiones, dilaciones y el contexto político de este asesinato. De todo ello, resulta sobre todo una evidencia: la grotesca caricatura que es la justicia en una sociedad donde el fiscal o el juez que trata de hacer decentemente su trabajo se ve muy pronto ante el riesgo de perder su empleo, de que su familia sea secuestrada o de ser asesinado, y donde los oportunistas y cínicos que ponen sus conocimientos profesionales y su talento al servicio del poder -llámese éste gobierno, ejército, iglesia, empresarios o sindicatos del crimen- hacen carrera, fortuna, y a menudo, como si todo esto fuera poco, ganan prestigio político y respetabilidad social.

La conclusión no escrita de este valeroso y admirable reportaje de dos periodistas que en su busca de la verdad no temen ser políticamente incorrectos -ya lo demostraron ambos con su ensayo Marcos, la genial impostura (1998)- es muy simple. La primera condición para salir del subdesarrollo no es una acertada política económica ni siquiera el funcionamiento de un sistema electoral que permite expresarse a la voluntad popular sin trampas ni recortes. Es un sistema judicial eficiente, de jueces probos, donde los ciudadanos puedan acudir cuando sus derechos sean vulnerados y donde los delincuentes, bribones, estafadores y bandidos de toda ralea puedan ser sancionados. Mientras esto no ocurra y los tribunales sean, como se ha visto en el caso del desdichado obispo Juan Gerardi, unos meros testaferros de los poderosos que existen sólo para legitimar los robos, las villanías y los crímenes de quienes mandan, ninguna otra institución funcionará, pues todas se verán tarde o temprano contaminadas por la putrefacción que mana del Poder Judicial.

Esta historia que Maite Rico y Bertrand de la Grange cuentan ocurre casualmente en Guatemala, pero, en verdad, con otros nombres y paisajes, ocurre cada día y a granel en ese vasto universo de la iniquidad y la miseria que llamamos subdesarrollo.

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