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Columna
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Pelota catalana

El laberinto posee un extraño magnetismo. Fascina como el remolino, atrae como el abismo, imanta la voluntad, deglute al que se acerca. Carod Rovira está en el laberinto de ETA y hasta allí ha arrastrado al Gobierno de Cataluña. La política catalana es ahora una pelota en manos extrañas. Pelota catalana en sangrientas manos vascas. Por extensión, como en un hilo de Ariadna invertido, el PSOE también ha sido arrastrado y siente en la nuca el aliento del Minotauro. La opinión pública asiste estupefacta a esta prodigiosa escena que parece sacada de una narración griega. El destino parece cantado y los protagonistas no pueden sustraerse a su perverso efecto. Como si nada pudiera hacerse y ya todo estuviera escrito, cualquier salida es mala. ¿Debe romperse la experiencia, inédita y novedosa, del Gobierno tripartito de la Generalitat a causa del error de un solo personaje? ¿Debe lanzarse el PSC en manos de CiU frustrando la higiénica posibilidad de la alternancia en Cataluña y dando el carpetazo, por añadidura, a un programa socialdemócrata que la nueva realidad exige perentoriamente? ¿Debe resistir con orgullo numantino el Gobierno tripartito catalán mientras cae sobre el PSOE una tormenta irresistible que puede llevarle no sólo a la derrota electoral, sino también a una explosión interna? ¿Deben la política catalana y la española aceptar la reducción del campo de juego hasta el punto de que en él ya sólo quepan los inquisidores y los bárbaros? ¿Debemos aceptar que los valores democráticos son, en realidad, una trampa para cazar adversarios? ¿Debemos dar a ETA la capacidad de quitar y poner gobiernos democráticos?

Si no mezclara el daño causado con el que le causan e hiciera el único gesto que puede desatascar la situación, su imagen quedaría limpia

En boca del PP y de su ruidoso entorno, ciertamente, la retórica de los valores democráticos suena a falsete. Produce bochorno la explosión de felicidad política que ha causado el impacto de ETA en la línea de flotación de Carod, Maragall y Rodríguez Zapatero: ¡hundidos! Produce bochorno observar cómo publicitan ad libitum la prueba del algodón que ETA ofrece de la suciedad de Carod. Por esta vía obscena pierde el PP su dignidad y se muestra como un desvergonzado ventajista. Sin embargo, el juego político es como es. Sobre la catarsis emocional que provocó el lento y crudelísimo asesinato de Miguel Ángel Blanco, fundó el PP su hegemonía ideológica en España. Y hay que contar con ello para hacer política. El error de Carod Rovira funciona en este sentido como el pase de la muerte en fútbol. Carod sirve la pelota en inmejorables condiciones para que el PP dispare por toda la escuadra.

Sobre el error de Carod ya se ha escrito todo. Es error moral, puesto que no se puede dialogar con una pistola. Hablar con el armado implica aceptar su derecho a disparar. El actor democrático que comparece ante ella se somete formalmente a su poder. Para derrotar a ETA hay que asfixiarla policialmente. No esperar de ella una concesión generosa o comprensiva. Incluso personajes como el abogado Txema Montero, ex dirigente de Batasuna, dan la razón al PP en este punto. Pero esta táctica es perfectamente compatible con otra que puede darse en paralelo: la que desarrolló la ministra británica Mo Mowlam bajando a lo más hondo de los infiernos de Irlanda del Norte hasta conseguir un marco nuevo para facilitar políticamente el final. Naturalmente, esto no puede hacerlo por su cuenta y riesgo, por intuición, un solitario Carod Rovira, miembro de un gobierno que, aparte de desconocer la jugada, no tiene el peso, la centralidad o la información de un gobierno central, como era el de Tony Blair. El error de Carod fue, por tanto, también político. No Carod, sino ETA decidió el momento del encuentro. Y como se ha visto, para intentar recuperarse de su debilidad, con asqueroso cinismo: aplastando a la mosca incauta que había cazado en sus redes. Kepa Aulestia, que fue compañero de Mario Onaindía y Juan María Bandrés en ETA político-militar, ha dicho que es imposible librarse de Alien con exorcismos retóricos.

La respuesta de Carod, basada en exorcismos morales, no está a la altura de su error. Primero dimite sin dimitir, al dejar abierta la puerta del inmediato retorno. Después de la nauseabunda intervención de ETA, sella la dimisión, pero sigue en primera fila. En uno y otro momento, no deja de intentar convertir el error en virtud. Incluso cuando, en una entrevista realizada por Antoni Bassas el viernes pasado, admite ya sin tapujos su error, Carod riza el rizo presentándose, a la vez, como culpable y víctima, pidiendo perdón con solemnidad pero clamando a su vez, no menos solemnemente, contra el verdugo que lo está crucificando. Los que aprecian a Carod, que en Cataluña son más hoy que ayer y menos que mañana, creen que ya ha purgado bastante. Pero no estamos hablando de personas, sino de políticos. En política, un error sólo se salda con un gesto político: la dimisión. "De vegades és necessari i forçós, / que un home mori per un poble, / però no ha de morir tot un poble per un home sol", decía Salvador Espriu. Carod Rovira es un político de altura. Lo afirmo no por afinidad personal, sino por objetivas razones políticas: salvó al nacionalismo catalán de la tentación violenta, ha construido un notable partido independentista sin cuestionar ni un solo pelo de esta democracia cuyo demos no es el catalán, sino el español. Carod es, por añadidura, el hombre que contando, por sus méritos electorales, con la doble llave en Cataluña y pudiendo apostar por la vía vasca de enfrentamiento nacionalista, apuesta por la unidad civil, por la transversalidad del catalanismo, por la inclusión cultural. Si en lugar de intentar, sobre la marcha, improvisando, lavar su error usando y abusando del valor del diálogo (valor que arriesga a convertir en jabón y estropajo personal); si en lugar de confundir su error con su martirio; si en lugar de mezclar en una misma melaza el daño que ha causado con el daño que le causan, se atreviera a hacer el único gesto que puede desatascar la situación y ofrecer una salida clara al laberinto; si dimitiera de secretario general de su partido; si dejara al candidato Joan Puigcercós hacer la campaña que estaba prevista, entonces, de verdad, su imagen quedaría limpia, su figura, a pesar de bajar unos peldaños, salvaría todas sus virtudes y estaría en condiciones, como sucede tantas veces en la política inglesa, de regresar en el futuro limpio de polvo y paja, con todas sus virtudes.

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