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Columna
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'Tolerancia cero'

La expresión tolerancia cero, aunque parezca inaudito, es la última moda en la culminación de las buenas intenciones. Se trata de parar la sangría escandalosa de los muertos de tráfico, explican: no cabe mejor propósito. Y entonces se concentran los esfuerzos en dos monstruos contemporáneos: la velocidad y el consumo de alcohol. La tolerancia cero va a por ellos como san Jorge enfrentándose al dragón: no pasarán.

Estoy a favor -pura supervivencia- de que se cumplan los límites de velocidad y que no se conduzca borracho, desde luego. Nadie puede estar en contra de eso ni de que las autoridades asuman sus responsabilidades. Pero resucitar la tolerancia cero (un invento del ex consejero Pomés copiado de los franceses, los cuales a su vez lo copiaron de...) es una patología peligrosa si sólo se aplica a los malvados ciudadanos. Todos disponemos hoy de diabólicos coches veloces y, de acuerdo con el estilo de vida más convencional, ¿quién no consume pócimas diversas para ahuyentar las penas? Todos, pues, somos sospechosos inicialmente, pero nadie ha dicho aún que la tolerancia cero se extenderá a la industria del automóvil o a la de los alcoholes: todo lo contrario.

La tolerancia cero es un mensaje moral, cívico y político de riesgo: ¿Y si a los ciudadanos nos da por ejercer tolerancia cero con las arbitrariedades de nuestros gobiernos municipales, autónomos o central en lo que les compete? Lanzada la piedra, las ondas del lago pueden llegar muy lejos. Por ejemplo: ¿por qué no hay tolerancia cero con la anarquía automovilística de los partidos de fútbol? ¿Tolerancia cero en las multas de tráfico y manga ancha con el fútbol? ¿Por qué?

Desde hace más de 10 años padezco una de las torturas más refinadas que existen en Cataluña: recorrer un par de veces por semana el Eix del Llobregat. Mi trayecto es Barcelona-Berga. Hablo, pues, con conocimiento de causa y con infinita admiración hacia la milagrosa tolerancia de los que lo padecen a diario. El problema son los 43 kilómetros entre Sallent y Berga, perpetuamente en obras. El récord más reciente: tres años para construir 20 kilómetros entre Balsareny y Navàs. Aquí la tolerancia cero está fuera de lugar: la media de velocidad no pasa de los 25 kilómetros por hora en líneas generales (según horas o días). Ello permite meditar, rezar, hacer gimnasia -el último grito para atascos-, medir los avances de las obras, calcular el número de subcontratas, imaginar la cadena de burocracia que empantana las cosas, aprender idiomas, hacer llamadas y calcular el costo en productividad y competitividad de tanto tiempo muerto, de la gasolina desperdiciada y de la factura de la Seguridad Social por el estrés de los que circulan por el maldito Eix, también llamado en ese rimbombante estilo catalanísimo: ¡Camí d'Europa! Y cuando, tras tanto ejercicio de paciencia, llegas a Sallent te recibe la broma de un radar estratégico que te recuerda el límite de velocidad. Parece una película de Berlanga.

La Cataluña heredada del pujolismo es este Eix que sufre en silencio la falta de tolerancia cero por parte de sus usuarios. No hay sublevaciones, ni protestas que conviertan el Eix en un Bracons, por citar un caso de notoriedad política. No parece, tampoco, que haya responsables de este estado de cosas, no hay tolerancia cero con las empresas que lo construyen: la carretera es un monumento a la falta de respeto de la Administración autonómica hacia los catalanes de la zona. ¡Diez años! Pero quedan aún unos cuantos más para ¡empezar a construir! los 23 kilómetros que hay entre Navàs y Berga. Maravillosa tolerancia ciudadana. ¿Hay que estar a favor de la tolerancia cero? Si fuera así no debería ser unidireccional, arbitraria, caprichosa. Eso es lo que suelen hacer los incompetentes y las dictaduras: el recurso habitual de quienes ven la paja en el ojo ajeno e ignoran la viga en el ojo propio.

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