Un artista del disimulo
Thomas Mann, conocido en familia como El Mago, mantuvo en tensión durante toda su existencia el viejo dilema entre la vida y el arte que, desde siempre, han arrostrado quienes se han sentido llamados simultánea y poderosamente por estas dos instancias. Es falso suponer que Thomas Mann, de sólida formación protestante y prusiana, optara desde joven sólo por el arte, con ese desprecio por los aspectos más elementales del vivir que suponemos en los grandes artistas cuando medimos, con asombro, la distancia que existe entre nuestras vidas y su genio. A ninguna vida de las que nosotros llamamos "normal" -y que Flaubert, en un alarde de ironía, llegó a denominar "verdadera"- podrá nunca parecerle verosímil que esos dos factores, la vida y el arte llevados hasta el límite, puedan llegar a manifestar su plenitud a un mismo tiempo. Pero Thomas Mann, como decimos, ni perdió su vida en favor de su pausada y muy prolija actividad como escritor, ni dejó de escribir una sola línea para atender a las llamadas de su contingencia. No renunció a casi ninguno de los fastos de una cosa ni la otra por el hecho de que adoptó como divisa para ambas el arte del disimulo.
No sabemos si Thomas Mann se avergonzó de sus ideas y deseos privados
Resulta inútil querer hacerse una idea de la vida de Thomas Mann (Alemania, 1875-Suiza, 1955) acudiendo a los escasos documentos autobiográficos ofrecidos por el escritor a la publicidad antes de morir. El Relato de mi vida es demasiado precoz y apenas da noticia de cuatro detalles de su actividad como escritor. Lo mismo sucede con los escritos autobiográficos póstumos: la Correspondencia pasa habitualmente por encima de las cuestiones de orden personal más vidriosas; y los Diarios, que el propio Mann destruyó en parte, están llenos de anotaciones sorprendentes por su trivialidad, o por el enaltecimiento hiperbólico de la anécdota: "Sufro moral y corporalmente por el hecho de que toda la ropa interior de la talla 4 me queda demasiado pequeña, y la de la talla 5 me resulta demasiado grande. Ardor de estómago y estreñimiento", anota el 20 de noviembre de 1921.
Para hacernos una idea cabal
acerca de las cuestiones más candentes de esta vida resulta mucho más provechoso desenredar la enorme madeja de disimulos que aparecen en la obra literaria del autor. Así, la homosexualidad de Thomas Mann -siempre sesgada en los apuntes autobiográficos- queda explicada casi al pie de la letra en los desasosiegos de Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia, o en el ciclo de José y sus hermanos. El primer capítulo de El joven José, segunda parte de la fabulosa tetralogía citada -una de las cumbres de la literatura europea del siglo XX-, lleva por título 'La belleza', y en él se lee: "A los diecisiete años, un ser humano puede ser más bello que la mujer y el hombre, y bello como la mujer y el hombre; bello por ambas partes y de todas las maneras, bello y hermoso, tanto que se queden los hombres y las mujeres boquiabiertos y prendados al verlo". El encuentro entre el protagonista y Madame Houpflé, en el capítulo II.9. de Confesiones de Félix Krull, sirve básicamente al mismo propósito: cantar, con ese deje neoplatónico tan propio del escritor, las excelencias del cuerpo juvenil masculino como emblema universal de una belleza absoluta, puramente estética, ajena a la reproducción y en cierto modo extraña a la propia sexualidad. Como éstos, podrían aducirse decenas de ejemplos y de contextos en la obra de Mann para asegurar que su vida y su arte forman un todo indivisible. Pues sucede lo mismo en cualquier otro ámbito de las ideas o las circunstancias personales del autor: su concepción de la civilización y la cultura alemanas y europeas se encuentra en La montaña mágica, igual como su teoría de la singularidad del genio se rastrea en las páginas de Doktor Faustus, o como su prevención ante toda forma de autoritarismo retórico se lee en las páginas de Mario y el mago, prematuro diagnóstico de la verborrea nazi.
Llega un momento en el que
ya no sabemos si Thomas Mann se avergonzó de sus ideas y deseos privados, y los ocultó en sus actitudes cotidianas, o si decidió sacarle provecho a los inconvenientes de la discreción, convirtiendo en materia artística lo que, sin esta elevación, sería considerado materia de la más vulgar chismografía. Al final uno no sabe si Mann fue un cobarde a lo largo de su dilatada presencia en este mundo -¿apreciaba de verdad a los judíos?, ¿añoró siempre la grandeza del antiguo Reich?, ¿se acostaría con Armin Martens, con Paul Ehrenberg y Klaus Heuser?, ¿lo haría con el camarero "de cuello demasiado grueso" del que quedó prendado en un hotel de Zúrich, ya al final de su vida?-, o si fue un enorme artista del engaño, un mago de tal calibre que basta una lectura un poco atenta de sus libros para que sepamos, de este gran narrador conservador y puritano, mucho más de lo que sabemos de los escritores que han contado su vida con todo lujo de detalles. En Thomas Mann, el arte se empapa de la vida y la vida se transforma en arte: una y otra instancia aparecen fundidas en un solo dominio. Esto es lo que ha quedado, que es como decir que ha llegado hasta nosotros la integridad y la diáfana verdad de un extraordinario hombre de letras.
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