Las calles de París
El pasado año, Valéry Giscard d'Estaing presentó el proyecto Constitución Europea elaborado por la Convención; su debate y aprobación será tema estrella de actualidad durante los próximos meses. Había levantado muchas expectativas. ¿Responde a ellas? En lo que concierne a un proyecto educativo compartido, no lo creo. Si bien en sus primeros artículos se pronuncia a favor de unos valores y objetivos que fundamenten la Unión Europea, el texto es excesivamente parco respecto a la educación. Apenas dice nada sobre cómo formar a los europeos, acaso para ser complaciente con los Estados miembros, recelosos de una pérdida excesiva de competencias en educación. Tan sólo, según acota su artículo I-16, la Unión asume tareas de coordinación o complementarias; en su parte II, la Constitución dedica un único artículo al derecho a la educación, que no va más allá de un pronunciamiento escueto y genérico.
Aunque al comienzo habla Giscard d'Estaing de una sociedad europea caracterizada por el pluralismo, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la no discriminación, no establece ninguna pauta para que la formación de los europeos contribuya a tan nobles fines. Los que nos dedicamos a la educación de los jóvenes tenemos algunas pistas de por dónde ir: formemos ciudadanos libres y críticos capaces de edificar un mundo mejor, formemos profesionales que sobre todo sean ciudadanos. Si nos ocupamos sólo de transmitir conocimientos erraremos en el camino, tenemos que educar en valores también en la universidad, no sólo en la enseñanza obligatoria.
¿Pero qué valores? De la locura bélica de la pasada primavera queda la necesidad de no guardar en el armario de la memoria el impulso fraternal que sacudió nuestras vidas en aquellas semanas. ¿Cuáles son los referentes imprescindibles a los que asirnos? Cada uno los halla a su manera; a mí me dan ese sustento las calles de París, cuando la ocasión del viaje hace posible que pasee por ellas: largas caminatas en las que recupero las ganas de luchar por la transformación de la sociedad a través de la educación. Encuentro simbolismos, en lugares y en personajes que las transitaron antes, para un mundo más habitable.
La paz, la cultura de la paz, la oposición firme a toda violencia, la intransigencia ante la mezquindad de quienes miran hacia otra parte cuando mueren seres humanos por culpa de la brutalidad guerrera, la veo reflejada en la tumba de Jean Jaurès en el Panteón, donde fue enterrado en 1924. El espíritu noble de Jaurès, preocupado por la causa y la educación de los más desvalidos, no se calló ante la carnicería que la Primera Guerra Mundial iba a significar para la clase trabajadora. Su oposición al belicismo la pagó con su vida, a manos del nacionalista exaltado Villain que le asesinó en julio de 1914 en el Café du Croissant.
Cruzando el Boulevard Saint Michel, en el recodo donde se ensancha la Rue de l'École de Médecine, una placa en la pared recuerda que allí estuvo el Club des Cordeliers, la Sociedad de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, creada en 1790. La convivencia democrática y la libertad se ven allí simbolizadas. Camille Desmoulins, George Danton y sus compañeros tuvieron mucho que ver en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que precedió a la Constitución de ese año y que añadía el derecho a la instrucción a la Declaración fundacional de la Revolución de 1789. Casi al lado, en l'Odeon se encuentra la estatua que en 1889 hizo Auguste Paris en recuerdo de Danton, y en cuyo pedestal está esculpida la hermosa frase que éste pronunció ante la Convención, de que après le pain l'education est le premier besoin du peuple.
A pocos pasos, la iglesia de Saint Germain acoge la tumba de René Descartes, padre del racionalismo moderno y creador de la Geometría Analítica. Aunque murió en Estocolmo, sus restos fueron trasladados años después a una capilla de esa iglesia. La razón como fundamento de la tolerancia, la luz de la razón frente al empobrecimiento oscurantista del pensamiento único de ayer y de hoy, de Fernando VII, de McCarthy, de Bush, y de todos aquellos que desprecian cuanto ignoran.
Enfrente de la fachada principal de Saint Germain está el Café Les Deux Magots donde Ernest Hemingway fue asiduo, durante sus años de desencanto y exilio voluntario en París. Hemingway significó la solidaridad, el internacionalismo, la defensa de nuestra Segunda República ante aquella abominable agresión de fascistas y reaccionarios, la "fuerza moral del hombre que se mide con el mundo", como él decía.
Cruzando el Sena, en la Place des Vosges está la casa donde vivió Victor Hugo, autor de Los Miserables, opositor al autoritarismo de Napoleón III y defensor de los dirigentes de la Comuna. Victor Hugo representa la grandeza moral; era una persona que anteponía la exigencia de la justicia social a la comodidad de su fama. Hugo es la solidaridad, el compromiso.
Volviendo de nuevo al Barrio Latino, en la Rue des Ecoles, en los sótanos del Collège de France emerge el recuerdo del sabio Claude Bernard que sentó a mediados del siglo XIX las bases del método experimental en Medicina. Simboliza el progreso científico antepuesto a cualquier fanatismo religioso, étnico o económico. La ciencia como fundamento de la libertad.
Un poco más arriba, siguiendo la Rue Saint Jacques, en la Rue Gay-Lussac otra placa recuerda que en aquella casa vivió Paul Valéry en la última década del diecinueve. El autor de El cementerio marino encarna como pocos escritores la sensibilidad. La lectura insaciable, la cultura amplia son inquietudes a las que deben abrirse los ojos de todos los habitantes de un mundo no dominado por los tecnócratas, lectores de un solo libro.
La paz, la convivencia democrática, la tolerancia, la solidaridad, el compromiso, la libertad, la sensibilidad, son los pilares que sustentarán un mundo distinto, alternativo a la irracionalidad, la explotación, la violencia, el fanatismo religioso, la brutalidad y la injusticia que Bush, Blair y Aznar escondieron detrás de palabras más aceptables pero falsas. Rescribiendo una frase de Einstein, en esta época de crisis es más importante la imaginación que el conocimiento. Toda la imaginación que se requiera para hacer posible -porque es necesario- que las nuevas generaciones que en pocos años serán responsables del devenir de nuestra patria europea hagan de los valores citados su razón de ser.
La visión innovadora de la educación universitaria que antecede tiene el don de la oportunidad en el comienzo de un curso en el que se abordará un asunto capital: la revisión de la duración y estructura de las enseñanzas de grado y postgrado. El Consejo de Coordinación Universitaria debate en estos días cómo adaptar las titulaciones españolas al Espacio Europeo de Educación Superior. La propuesta que presentó el Gobierno antes del periodo estival reducía la optatividad de los programas y el porcentaje de créditos elegidos libremente por los estudiantes. Un planteamiento que, a priori, puede tildarse de rígido aunque, a la vez, considere esenciales los contenidos básicos y el interés por la formación transversal.
La ocasión es inmejorable para grandes transformaciones: que se cambien los programas, que se cambien las metodologías educativas, que se cambien las estrategias de aprendizaje para que sea realidad que la formación en valores impregne los estudios universitarios. ¿Sabrán aprovecharla los actuales gobernantes?
Francisco Michavila es catedrático y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
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