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Columna
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Cielos y tumbas

Hay algo insólito en la quietud de las piedras. Hablo de las piedras definitivas, es decir, de las lápidas que cubren los cementerios. Algunas tienen una dimensión blanca como la ventana de una habitación encendida al anochecer, así me pareció la tumba de Josep Pla en el pequeño cementerio de Llofriu, en el Ampurdán, un rectángulo misterioso de mármol flanqueado por siete cipreses y dos matas de azaleas en medio del silencio de la campiña. Sin embargo la tumba de Antonio Machado produce una sensación imprecisa, como los días que se quedan a medias: el sol de Colliure le da a la losa una calidad vibrátil como el aleteo de los pájaros o las voces de los escolares que acuden cada día en peregrinación desde cualquier instituto. En el buzón de cristal que hay a un lado de la lápida se ven cientos de mensajes en trocitos de papel enrollados como papiros. Tal vez sólo los poetas pueden permitirse el final que han merecido sus sueños. "Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ ...Jueves será", escribió César Vallejo. Su sepulcro parece un altar de Santería. Hay guantes largos de terciopelo dignos de Gilda, un cigarrillo con la boquilla manchada de carmín, una botellita de perfume caro, un lápiz. Lo contaba el poeta holandés Cees Nooteboom, obsesionado por el sosiego de las piedras y las tumbas de los escritores en contraste con el enjambre enloquecido del mundo.

Pero de todos los santuarios, el que a mí más me gusta es la tumba de Cortázar, levantada en el cementerio de Montparnasse un mes de febrero de hace veinte años. No tiene nada de particular, pero encima de la lápida hay una nubecita sonriente ante la que van a besarse algunos amantes muy literarios y el aura del lugar hace que puedan suceder cosas extrañas o inventadas. Para Cortázar la invención consistía en clavar un dardo en el centro de la realidad cotidiana y transformar cualquier episodio banal en lo nunca visto, como la luz ceniza y olivo de ese Sena un poco rioplatense en el que todos nos hemos inventado alguna vez a nosotros mismos.

Ahora, con motivo del vigésimo aniversario de su muerte, acaba de publicarse la correspondencia que mantuvo con la escritora cubana Isel Rivero, con quien recorrió los castillos de Baviera a bordo de una destartalada Volkswagen Camping a la que llamaban Fafner, en honor al mítico dragón de la ópera de Sigfrido. Siempre pensé que el mundo personal del más grande de todos los cronopios tenía que ser por fuerza como su mundo literario. Hay una determinada estirpe de escritores a los que la vida se le mete a saco en las novelas y por eso andan siempre traspasando peligrosamente la frontera entre la realidad y la ficción. El propio Cortázar le confiesa a su amiga a proposito del relato titulado Lugar llamado Kindberg: "Ese cuento te guarda enterita, con miel y piel y pelusitas y gruñidos y fuego en la chimenea y vino blanco". Ése era su estilo, único, tiernísimo e inconfundible. Con él podemos hacer revivir a Horacio y la Maga junto a las barcazas del canal de Saint-Martin y recorrer, una a una, todas las casillas de Rayuela hasta llegar al semicírculo final, donde se encuentra el cielo, o en su defecto una pequeña buhardilla iluminada al fondo de la calle. Porque a estas alturas lo que ya está claro es que el único cielo al que puede aspirar un escritor es el de sus lectores.

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