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Columna
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'La bona gent de Catalunya'

Josep Maria Fradera

La política tiene sus ritmos y sus convenciones. Tanto lo uno como lo otro exigen al Gobierno de Pasqual Maragall, porque es así como debe llamársele ahora con toda propiedad, cerrar una crisis que compromete gravemente su capacidad de gobierno, el asidero desde el que forjarse una nueva legitimidad. La única cosa que le resta ahora al tripartito es la acción de gobierno pura y simple, porque ni siquiera es dudoso que en el futuro inmediato los proyectos de reforma estatutaria y del régimen de financiación puedan defenderse con garantías en la arena pública española, la única donde pueden prosperar sin verbalismos estériles. Por tanto, no se trata tan sólo de que el gesto heroico del ex conseller en cap haya comprometido al Gobierno de Cataluña al haber proporcionado munición más que suficiente al adversario político sin más, como parte de una tensión dialéctica inacabable. Se trata de algo bastante más grave. En la medida en que Carod Rovira optó por proceder en otro terreno, estaba comprometiendo lo que hasta el lunes 26 de enero era el núcleo duro de la política del Gobierno de la Generalitat. Este es el nudo de la cuestión, políticamente hablando, por no decir nada del peculiar concepto de lealtad institucional de quien estaba no tan sólo obligado a practicarla, sino a dar ejemplo de ello a los demás.

De nuevo, Cataluña se divide entre la 'bona gent' y los demás, otros que son de calidad distinta a los elegidos

Para empezar, se trata de un esperpento a escala española, un país donde la destrucción del adversario se ha convertido en la regla de oro no escrita de la política gubernamental. La utilización de la información suministrada por los servicios secretos con fines partidistas de corto alcance es un episodio más de la larga cadena de transgresiones que están dinamitando seriamente la calidad de la democracia española en un sentido general, que están debilitando todo aquello que no sea puramente el ejercicio del derecho a voto. Sin embargo, esta constatación no exime, en absoluto, de que los hechos de estos días deban ser examinados por lo que son y por lo que revelan acerca de su protagonista principal, así como de los reflejos y capacidades con que la sociedad catalana puede enjuiciar su comportamiento. La apelación repetida, por parte de Carod Rovira, a la bona gent de Catalunya es reveladora de los mecanismos ideológicos que han conducido al dirigente de Esquerra Republicana a emprender una dirección política de desafío al consenso alcanzado con sus socios de gobierno, sin tener que arrepentirse en lo sustantivo de nada. Resulta que, de nuevo, Cataluña se divide entre la bona gent y los demás, otros a los que no vamos a calificar pero que, en cualquier caso, son de calidad distinta a los elegidos. ¿Quiénes son estos afortunados conciudadanos nuestros adornados con cualidades que, es obligado suponer, no poseemos la mayoría de nosotros? Huelga decir que la bona gent son los que forman parte del mundo del nacionalismo, se le denomine independentismo o con cualquier otro eufemismo, porque ha habido mucho baile de disfraces en el reciente periodo de la política catalana. En pocas palabras: la bona gent son los que han interiorizado la gran verdad revelada de que Cataluña y el País Vasco son entidades cualitativamente distintas del resto de España. La bona gent son aquellos que deberán premiar a Carod Rovira por su gesto de estos días en la próxima cita electoral del 14 de marzo. ¿Qué pasa entonces con los demás, con los catalanes que, por las razones que sean, se sienten satisfechos en el marco general español en el que Cataluña se encuentra inserta o con los catalanes que piensan que la diferencia entre este país y el resto del territorio estatal sólo puede resolverse en el terreno de la política democrática a escala española y, de manera progresiva, europea, excluyendo la secesión o el enfrentamiento en términos nacionales? No es difícil saber de dónde procede la idea de unos derechos que están por encima de las voluntades individuales de muchos ciudadanos, de voluntades individuales que resultan en proyectos colectivos. La diferencia entre erigir a los portadores de aquellos derechos inmarcesibles en la bona gent o no hacerlo es la diferencia precisa entre nacionalismo y democracia, previa y más fundamental distinción que la maquiaveliana entre fines y medios. Porque en democracia el poder deriva de la capacidad para ganar apoyos, pero exige al mismo tiempo el respeto a la minoría, porque, aunque sepa mal tener que recordarlo, en democracia no existen enemigos sino adversarios, incluso si el adversario tiene una manifiesta propensión al juego sucio. En este punto la distancia en la posición del partido en el gobierno en España y la de Carod Rovira es menor de lo que se piensa. Ambos jerarquizan y satanizan las posiciones ajenas en función de su teleológica empatía con la unidad de España, en un caso, o con los derechos inalienables de Cataluña, en el otro.

Las raíces de esta posición se sustentan en un supuesto de extraordinaria gravedad: en la idea de la superioridad de los derechos colectivos sobre los individuales de los ciudadanos. Es bastante bochornoso constatar como a ambos lados del Ebro, después de apelar al patriotismo constitucional, al patriotismo de ciudadanos libres, resuene de manera estentórea el recurso al patriotismo español o catalán en los términos más atávicos, para cerrar filas y reducir el espacio de la política a un escenario de enfrentamiento. A diferencia de lo que se argumenta a menudo, no se trata de oponer los derechos colectivos sin más al ejercicio de los derechos individuales reconocidos constitucionalmente, ça va de soit, sino de comprender que, en sociedades complejas como las de Cataluña, el País Vasco o España en su conjunto, es de pura lógica que las diversas formas de entender la vida colectiva y sus prioridades deriven en amplios proyectos colectivos distintivos. Es precisamente la manera como se interrelacionan las diversas políticas de derechos (sociales, sexuales, culturales, nacionales) lo que separa a los nacionalistas de los que no lo somos, no que estos últimos no seamos capaces de pensar y defender nuestro proyecto de país y de humanidad reconciliada, si se me permite la licencia, pero con toda la claridad que las circunstancias exigen.

Como consecuencia de lo dicho hasta aquí, las posibilidades de éxito de las distintas fuerzas políticas y sociales derivarán del apoyo social que alcancen, apoyo que deberán conseguir gracias al ejercicio de los derechos individuales y colectivos reconocidos constitucionalmente. Por esta razón, muchos no nacionalistas hemos soportado estoicamente 23 años de gobierno nacionalista en Cataluña sin aceptar jamás la insinuación de ser por ello menos catalanes, tal como la música ambiental patrocinada por el Gobierno autónomo susurraba suavemente a los oídos de la bona gent.

Ahora bien, apelar a derechos derivados de la historia (que por tanto no pueden ser cuestionados), de la historia interpretada de una determinada manera por supuesto, es una perversión profunda de las reglas del juego democrático. No es difícil saber quién ha hecho de esta perversión, de la negación de los derechos de los que no piensan como ellos, la razón de ser de su existencia. Con toda rotundidad: ETA no es sólo perversa porque mata, sino porque su misma existencia se levanta contra la posibilidad de construcción de una comunidad unida por el consenso y regulada por las reglas de la democrático, por reglas que no pueden convertir jamás la unidad de grupo en la razón de ser del mismo.

Esta clarificación fundamental es una asignatura pendiente en Cataluña. Las condenas a ETA han sido tibias en ocasiones, las equidistancias muchas, la solidaridad contra los perseguidos y silenciados en el País Vasco nunca ha gozado de demasiado prestigio entre nosotros. En cualquier caso, demasiado a menudo no se ha entendido la condena del terrorismo como una estricta prolongación de los derechos civiles y políticos de los que disfrutamos, como una condición de estricta coherencia. Como una prolongación, por ejemplo, de los derechos que permitieron organizar, hace menos de un año, las mayores manifestaciones contra el Gobierno que se recuerdan en Barcelona, en ocasión de la guerra de agresión a Irak. Al parecer, el ex conseller en cap no comprende todavía la gravedad moral de su acción, no distingue que en democracia se puede hacer y decir todo, todo excepto lo que amenaza o erosiona las reglas del juego que aseguran los derechos de los demás, los individuales y los colectivos. Un empacho de lecturas y cultura del nacionalismo más tradicional le ha nublado, con toda la probabilidad, la visión. Desgraciadamente, su reacción posterior confirma que esta estructura de pensamiento -no sé si también la de los suyos- hace del todo imposible una rectificación sensata de las grotescas apelaciones a la buena fe, la honestidad, la valentía y otras gaitas que, por aquí, pensábamos que eran proverbiales de otros lugares.

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