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Tribuna:CONFLICTO INSTITUCIONAL
Tribuna
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La sentencia del vendaval

El 23 de enero pasado, la Sala Primera del Tribunal Supremo dictó una sentencia cuyas consecuencias, jurídicas y políticas, son muy difíciles de prever en estos momentos. La citada sentencia, de la que ha sido ponente el propio presidente de la referida sala, don Ignacio Sierra Gil de la Cuesta, fue suscrita por todos los magistrados integrantes de la misma con la única excepción de don Francisco Marín Castán, que articuló un voto particular. En ella, tras declarar incursos en responsabilidad civil a los magistrados del Tribunal Constitucional (exclusión hecha de don Fernando Garrido Falla, ya tristemente desaparecido), se condena a todos y cada uno de ellos a pagar al demandante (el abogado don José Luis Mazón Costa) la cantidad de 500 euros, sin hacer expresa declaración sobre la imposición de las costas procesales.

La sentencia, con una estructura modélica (lo que no constituye, en estos días, una regla general) y con una factura correcta (tal vez necesitada de algunos retoques fácticos y jurídicos, aunque ello siempre dependerá "del gusto del consumidor"), es, sobre todo por su claridad, una "sentencia de manual", sin perjuicio de que pueda defenderse que hubiese sido deseable una mayor profundidad en algunos de sus fundamentos (por ejemplo, el segundo, el quinto o el sexto), aunque quizá ello la privaría de aquélla su principal virtud sin añadir datos esencialmente sustanciales.

Sin entrar en análisis jurídicos (tiempo habrá para realizarlos), importa ahora resaltar, precisamente por la audacia del demandante, y por el rigor del órgano enjuiciador, el singular interés que tiene esta resolución en el universo de lo político, tal como ha quedado demostrado por el vendaval de editoriales, noticias, crónicas, críticas, entrevistas y opiniones, que ya nos han ofrecido los medios de comunicación, arrimando, cada cual, "el ascua a sus sardinas", como no podía ser de otra manera.

Para poder definir con nitidez ese singular interés, a que se acaba de aludir, nada mejor que comenzar haciendo referencia a la "ambigüedad" como categoría de pensamiento y de actuación tanto en el campo jurídico como en el político.

En el marco jurídico, y más exactamente en el legislativo, la ambigüedad se revela, y se defiende, como instrumento -dicen- que permite a los "operadores jurídicos" (sic), sobre todo a los órganos jurisdiccionales, "modular" (sic) la interpretación y aplicación de la ley y poder hacer justicia. Dicho de otra forma (según dicen), el legislador elabora conscientemente leyes ambiguas para que los tribunales las interpreten y apliquen "flexiblemente" a los puros efectos de alcanzar situaciones de justicia. En definitiva -dicen-, la ambigüedad legislativa no es un defecto, sino un acierto. Ver para creer.

Y algo semejante ocurre en el marco político, donde el lenguaje, como medio de transmisión de ideas, programas y aspiraciones, también se maneja, en igual consciencia, con la ambigüedad precisa para que los compromisos se relativicen, las responsabilidades se difuminen, y cada cual pueda campar libremente por doquier sin otro temor que el de perder (es sólo un decir) la silla que ocupa.

Esta realidad, sumada a otras posibles desviaciones, puede llegar a poner en peligro, sin lugar a dudas, la credibilidad de los sistemas democráticos. Sólo tenemos que pensar en adicionar a ella las deficiencias del régimen electoral (listas cerradas, pactos, transfuguismos, etcétera), y las instaladas en el mecanismo parlamentario (con cámaras legislativas que, por mor de las mayorías, son puras correas de transmisión de los designios de los gabinetes que nos gobiernan), para sentir alguna que otra preocupación por el progresivo deterioro de la imagen del Estado de derecho.

Sin embargo, todas estas "perversiones" se toleran y se digieren, con mayor o menor esfuerzo, siempre que la confianza de los ciudadanos, en el poder judicial y en los tribunales de justicia, se mantenga incólume. Y todo lo contrario; porque, cuando esa confianza se diluye o se pierde, el Estado de derecho puede considerarse seriamente amenazado. Y no existe causa más clara, provocadora de esa "dilución" o esa pérdida, que la firme creencia, o la simple sospecha, del ciudadano de que aquéllos en quienes tiene depositada su fe para poder hacer frente a las ofensas y los agravios, a los daños y los perjuicios, a los abusos y las arbitrariedades, aquéllos -se repite- se consideren intocables, libres absolutamente en sus acciones y omisiones, exentos de toda responsabilidad, desvinculados, en definitiva, del sometimiento al imperio de la ley, que es precisamente la médula del Estado de derecho.

Por eso, toda actuación, que, en mayor o menor grado, se dirija a resaltar que la ley alcanza por igual a todos, ha de ser estimada como medida higiénica, saneadora, conducente -en suma- a potenciar la confianza de los ciudadanos en sus tribunales, que es lo mismo que decir en el Estado de derecho.

Y, por eso, la sentencia del 23 de enero del año en curso, de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, deviene (al margen de las valoraciones jurídicas que quepa realizar sobre ella) en una de las actuaciones más favorables, a esa confianza, de los últimos tiempos.

Si, desde el punto de vista procesal, dicho tribunal tiene competencia para conocer de las demandas de responsabilidad civil, por hechos realizados en el ejercicio de su cargo, dirigidas contra el presidente y los magistrados del Tribunal Constitucional (artículo 56.2º LOPJ); si, en uso legítimo de dicha atribución, entra a conocer de una demanda de tal naturaleza, ajustándose al proceso legalmente establecido, es decir, el proceso ordinario (artículo 249.2 en relación con artículos 399 y siguientes LEC); si, desde el punto de vista material o sustantivo, entiende que existe posibilidad de exigencia de responsabilidad (al amparo del artículo 1902 CC) y que se cumplen las condiciones o requisitos que permiten una declaración en tal sentido; si todo ello es así, y así es, no cabe entender que algunos (más pocos que muchos) "se rasguen las vestiduras" ante una sentencia que los propios magistrados del Tribunal Constitucional (al menos los que yo conozco, que son personas adornadas con la grandeza de espíritu), de ser magistrados del Tribunal Supremo, quizá también hubiesen dictado.

Cuando Montesquieu afirmó, en L'esprit des lois (1748), que, para evitar el despotismo, era necesario que "el poder contuviese al poder", no podía imaginar que tal pensamiento (en realidad ya aplicado, o intentado aplicar, en Grecia y en Roma) sería una de las columnas sobre las que aún se pretende asentar la arquitectura política de la vieja Europa.

Esa pretensión, en la que se enmarca la sentencia del Tribunal Supremo, es aún posible. Por ello no se comprende bien el vendaval que ha levantado. Aunque, como diría -creo- Heidegger, "Alles Grosse steht in Sturm" ("todo lo grande está en medio de la tempestad").

Manuel M. Gómez del Castillo es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Huelva.

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