¿Vuelven las dos Españas?
Hay invocaciones que parecen malditas. Por ejemplo, la de No pasarán, que acaba de recuperar, con pésimo tino, José Luis Carod Rovira. Para comprobarlo basta recordar la película Canciones para después de una guerra de Basilio Martín Patino, donde se escucha a Celia Gámez cantando aquello de No pasarán/ cantaban los facciosos/ ya hemos pasao/ ya hemos pasao/. O el recital de Raimon a la altura de 1967 en la Facultad de Económicas de la Complutense cuando entonábamos lo de No nos moverán y vaya si nos movieron los grises de entonces. Es decir, que hay invocaciones contraindicadas que auguran lo contrario de lo que literalmente expresan. Es mejor sin duda atenerse a la recomendación elemental de no mentar a la madre del cocodrilo justo en el momento de atravesar el Nilo. Porque también tenemos bien aprendido que nada hay más sospechoso que las declaraciones de apoyo irrestricto a un entrenador por parte de la Junta Directiva de un Club de Fútbol, siempre indicativas de su inminente destitución. Ese es el mismo sonido que dan, por ejemplo, las manifestaciones del primer secretario del PSC, José Montilla, cuando para defender la cohesión y la autonomía de los socialistas catalanes subrayaba que su partido "está más unido y es más autónomo que nunca".
Lo mismo sucede cuando el todavía presidente del Gobierno, José María Aznar, recibe al Frankfurter Allgemeine Sontagszeitung para leer la cartilla a Francia y Alemania y luego, preguntado por la inexistencia de las armas de destrucción masiva en Irak, erigidas por los tres tenores de la base de Lajes en Azores en argumento decisivo para la invasión de aquel país, responde que España hizo lo que tenía que hacer. O sea, volviendo a Shakespeare, queda en evidencia la falta de razón de quien grita demasiado, de quien se excede en la contundencia. Porque casi siempre la prueba excesiva se convierte en desmentido, como le ha ocurrido a Toñín Blair con el informe del juez Hutton en Gran Bretaña. Así que, cuanto antes, alguien debería prevenir a los responsables de la campaña del PP de las contraindicaciones nacidas del exceso venenoso de las dosis de antagonismo, lo que llaman los italianos el extravincere. Es lo que, tratando de la guerra, Carlitos Clausewitz denominaba el punto culminante de la victoria, más allá del cual sólo aguarda el desastre como consecuencia de intentar una explotación indefinida del éxito. Porque como previene, para el caso de los demócratas, Stanley B.Greenberg en su libro The Two Americas, cuando intenta dar cuenta de la división creada en ese país por los creyentes de Bush, "la política de la maniobra puede ganar elecciones, pero a costa de perder una cierta idea de América y de renunciar a la aspiración de alcanzar una verdadera hegemonía".
Aquí también se diría que andamos en el empeño de reconstruir a toda velocidad las dos Españas, que pensábamos reconciliadas en el yunque de la Constitución después de tanto cainismo guerracivilista. Es como si se quisieran borrar los años de la concordia para reeditar los pasados rencores, como si de la convivencia inaugurada se quisiera pasar a la invalidación del discrepante, como si la disidencia se entendiera en términos de penosa decadencia a extirpar. Algunos líderes del PP han dado en pensar que vale la pena tener toda la razón aun al precio de aniquilar a quienes se resisten a acompañarles para compartirla.
Parecen imbuidos de la fe verdadera, convocados como nuevos cruzados a la lucha del Ángel y el Demonio. Más que ofrecer soluciones se consideran ellos mismos la solución, ya se hable de impuestos, de vivienda, de seguridad ciudadana, de educación, de pensiones o de la guerra de Irak. Para los demás, sólo quedaría su caracterización como la anti España. De modo que o victoria por mayoría absoluta para su candidato Mariano Rajoy o España desaparecerá por el sumidero de la historia y los españoles regresarán a las negruras pronosticadas por Menéndez y Pelayo. Están decididos a apropiarse aciertos pasados y actuales que son de todos pero mucho más nuestros y quieren que nuestra única esperanza resida en el desastre. Pero, de eso, nada.
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