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Columna
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Conversación

RETROCEDIENDO HASTA los mismos albores del siglo XVII, cuando una todavía muy vacilante Francia lamía las feroces heridas de una época marcada a sangre y fuego, Benedetta Craveri, autora de La cultura de la conversación (Siruela), halla los fundamentos de esa socialización mundana, urdida por un conjunto de mujeres excepcionales, en cuyo entorno el orgullo, el fanatismo y la violencia tradicionales se transformaron en vanidad, persuasión y seducción, las fórmulas protocolarias de la domesticación moderna. Al recuperar la memoria de la marquesa de Rambouillet, de la duquesa de Longueville, de la duquesa de Montbazon, de la marquesa de Sévigné y de tantas otras ilustres damas del XVII francés, Craveri no sólo desvela las raíces de los florecientes y más célebres salones de la Ilustración, donde la Tencin, la Geoffrin, la Du Deffand o la de Lespinasse cobijaron a intelectuales, científicos y artistas, orientando sus respectivas carreras y haciendo bullir ideas de todo tipo, sino que adelanta lo que, por lo menos hasta comienzos del siglo XX, constituyó la dimensión más amable del complejo proceso de secularización moderna.

Como el título de su ensayo indica, la clave de esta profunda transformación social gira en torno a la "conversación", término procedente del latino conversari, que significa "vivir en compañía", pero, como afirma el proverbio, "haciendo de la necesidad virtud". De esta manera, con un torneo verbal, que no admite más armas que las del ingenio, se aprendió no sólo a convivir, sino a adoptar ese punto de vista relativo en el que nuestro efímero paso por la vida hace del mundo un lugar habitable, placentero y fuente inagotable de curiosidad. En realidad, todo lo mucho que hoy cabe en la muy elástica palabra "cultura", la religión de nuestra época, se gestó en este venero conversacional propiciado por un selecto grupo de mujeres no resignadas a la impuesta subordinación social.

De todas formas, sea cual sea la indudable influencia que ejerció posteriormente esta cultura femenina de la conversación durante los siglos XVII y XVIII, ¿qué futuro le resta en una actualidad marcada por la cibernética comunicación global, donde millones de internautas intercambian información en un esperanto digital, cuya gramática es un reducido código de señales? En El tiempo recobrado, el último volumen de esa monumental evocación íntima de un mundo periclitado que es En busca del tiempo perdido, Marcel Proust narra el reencuentro final de su protagonista con todos los personajes supervivientes de esta epopeya social durante una fiesta, en la que, al principio, tiene la impresión de que, estando todos maquillados, se trata de una especie de mascarada o baile de disfraces, uno más entre los muchos a los que había asistido durante su vida; pero, poco después, más atento, descubre la cruda realidad de que simplemente han envejecido, como él mismo. La conciencia no alcanza ninguna epifanía que alumbre lo que ha de pasar sin que el intuido después no converse con lo que queda detrás.

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