Un puñetazo en un ojo
La pintora Juana Francisca Rubio relata sus recuerdos como cartelista en la Guerra Civil
Juana Francisca Rubio, Paquita, ha sido una de las grandes ilustradoras españolas, aunque, por motivos que luego se explicarán, tuvo que trabajar demasiados años fuera de España. Descubrió que le gustaba el dibujo cuando era una niña y, a la salida del colegio, se fijaba en los carteles de Federico Ribas, que eran los que anunciaban los productos de Gal. Luego ella trataba de imitarle. También le gustaba Rafael Penagos y Méndez Bringa, que para ella, "era un plato fuerte", según sus propias palabras. "Hacía ilustraciones sobre la Primera Guerra Mundial, pero a mí me gustaban más los que eran más frívolos. Yo no pensaba en guerras, pensaba en cosas bonitas", relata Paquita mientras suspira. Suspira porque no muchos años después, esta artista que ahora tiene 92 vivía prácticamente encerrada en el taller del que salió una parte muy importante de los carteles que se pegaron por las calles durante la Guerra Civil. El taller se llamaba La Gallofa, pertenecía a las Juventudes Socialistas Unificadas (la agrupación que surge de la unión de las juventudes socialistas y comunistas) y al frente de él se encontraba el marido de Paquita, el también pintor José Bardasano. Muchos de aquellos carteles, incluido alguno de Paquita, se pueden ver estos días en una exposición que organiza la Fundación Pablo Iglesias en el Círculo de Bellas Artes.
La obra de esta ilustradora puede verse en una exposición del Círculo de Bellas Artes
No era muy normal que una mujer trabajara como cartelista. De hecho, en La Gallofa era la única, aunque lo que sí que había eran bordadoras dedicadas a hacer banderas. Porque en La Gallofa había todo tipo de artistas. "Estaban los mejores artistas, dirigidos por Bardasano. Pepe consiguió reunir pintores, escultores, dibujantes, cinceladores, grabadores", recuerda.
Cuenta Paquita que, al comenzar la guerra, que les pilló en Madrid, su marido se presentó en su regimiento como soldado. Pero las Juventudes Socialistas le reclamaron para que organizara la labor de propaganda. De hecho, Bardasano se convirtió en el comisario de ese área. "Ninguno de los dos éramos cartelistas", cuenta Paquita, "pero en aquel momento pusimos nuestro arte al servicio de una causa que nos parecía justa".
La actividad en La Gallofa era frenética. Se calcula que de ese taller salió un cartel al día durante toda la guerra. "Trabajábamos noche y día. Incluso vivíamos en el taller. Según las bombas iban cayendo en las casas, la gente se metía donde podía", relata Paquita. "Estaban cayendo las bombas, y ya estaba Pepe haciendo el cartel: Por aquí pasó la barbarie. Muchas veces, él los pintaba sobre la plancha". Para entender la importancia que tenía esa propaganda entonces, hay que pensar que en aquel momento no había televisión ni radio. Los carteles servían para denunciar, para animar, para contar. Eran, en definitiva, un importante medio de comunicación. "Decía Bardasano", cuenta Paquita, "que los carteles eran como un puñetazo en un ojo".
En un primer momento, la sede del taller estaba en la Gran Vía. Y la imprenta, en la cuesta de San Vicente. "Eran los talleres de la editorial Rivadeneyra. Cuando paraban de caer obuses, mi marido y yo bajábamos corriendo hasta la imprenta. Y para volver, también había que esperar otra pausa. Pero no teníamos miedo", explica la artista. Luego añade: "Yo odiaba la guerra". Más tarde, La Gallofa se trasladó al palacio March, un edificio pegado a la actual fundación que lleva ese nombre, en pleno barrio de Salamanca. En aquellos tiempos, se había convertido en la sede del Partido Comunista. Paquita estaba muy vinculada a una agrupación denominada la Unión de Muchachas, perteneciente a las Juventudes Socialistas Unificadas. Más tarde formó parte de la Unión de Mujeres Antifascistas, aunque ella puntualiza que "no era de nada". "Odiaba esa guerra y sufría mucho". La mayoría de los carteles que pintó entonces aludían a la mujer y su colaboración en la guerra.
La Gallofa se trasladó a Valencia junto al Gobierno de la República. Allí fue también el matrimonio Bardasano que ya tenía una niña. Y de Valencia, a París. Ya había terminado la guerra. "Tuvimos miedo. Además, todos nuestros carteles estaban firmados. Nos hubieran fusilado". Paquita cruzó andando los Pirineos con su hija Maruja. Su marido estuvo preso en el campo de concentración de Argeles-sur-Mer, del que consiguió sacarle la propia Paquita a base de influencias. Y de Francia, la familia Bardasano se exilia en México. "Si me dicen ahora que tengo que sufrir otro traslado, digo que no, que prefiero morirme", asegura Paquita. Luego añade: "Nos decían que no deshiciéramos las maletas, que pronto volveríamos a España. Y estuvieron sin deshacer 20 años".
Carteles de la Guerra 1936-1939. Círculo de Bellas Artes (Marqués de Casa Riera, 2). Hasta el 27 de marzo.
Una vida entre pinturas
Francisca Rubio no ha parado de pintar. En México, trabajó como ilustradora de libros, hizo felicitaciones de Navidad y, sobre todo mucha ilustración para niños.
Entre los que más recuerda está el cuento Marcelino Pan y vino, uno de cuyos ejemplares enseña con verdadero cariño. Colaboró también con las campañas de alfabetización del país centroamericano, al que recuerda con mucho cariño.
A principios de los años sesenta, regresa a España con su marido, José Bardasano. "Un día me dijo que necesitaba morirse en su país", recuerda. La vuelta fue dura. Entre otras cosas, eran sospechosos. "Llevábamos detrás policía secreta, pero Pepe conseguía hacerse amigo de ellos. Incluso en la primera exposición que se hizo de Bardasano, fue la policía secreta de Franco", cuenta la ilustradora. Pero también recibían muestras de cariño, sobre todo en cuanto la gente les reconocía.
Hace siete años, Paquita decidió que dejaba lápices y pinturas. Pero no pudo resistirse a pintar cada mes de gestación de su nieta Carolina y a dibujarle bocetos a Rosalva, otra de sus nietas que es repujadora de plata.
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