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Tribuna:LAS SECUELAS DE LA ENTREVISTA DE CAROD CON ETA
Tribuna
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Carod y los espías

El historial de actividades sospechosas del Centro Nacional de Inteligencia (antes Cesid) es dilatado. Desde su creación en 1977, todos y cada uno de los partidos políticos, desde el propio PSOE hasta el PNV, pasando por Coalición Canaria y el GIL, lo han acusado en algún momento de espionaje. En 1983, Jorge Verstrynge denunció que Alianza Popular estaba siendo espiada por el Cesid y años más tarde Federico Trillo, entonces presidente del Congreso, sostuvo que era controlado por el servicio de inteligencia. El Partido Popular sabe pues perfectamente qué es sentirse observado, espiado y controlado.

Los servicios secretos son tremendamente poderosos y su poder radica en su capacidad para penetrar en la esfera íntima de los ciudadanos y en su potencial para hacerse autónomos del poder político. En todos los países del mundo, el espionaje a partidos ha sido posiblemente su principal fuente de problemas y en la década de los setenta un caso similar al de Carod le costó a la Policía Montada de Canadá nada menos que perder todas sus competencias en inteligencia interior.

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La noticia de la reunión de Carod Rovira con ETA se filtra en plena campaña electoral. El CNI ha sido acusado del espionaje y también de filtrar la noticia. Ambas acusaciones son de extrema gravedad porque presentan un escenario en absoluto democrático: si el Ejecutivo filtró las conversaciones con información del CNI el Gobierno hizo un uso partidista del servicio de inteligencia; si el CNI seguía a ETA cuando apareció Carod la noticia sólo pudo filtrarla el CNI o el propio Gobierno, y si el CNI siguió a Carod por su cuenta y riesgo actuó de forma autónoma con respecto al Ejecutivo. Y precisamente es la subordinación a la legalidad y la neutralidad política lo que diferencia a un servicio de inteligencia de una policía política.

La mejor forma de evitar que un servicio de inteligencia sea autónomo es fijándole los objetivos y controlando su ejecución. Desde la reforma de marzo de 2002, el Gobierno indica al CNI cuáles son sus cometidos. Hasta entonces, eran fruto de la discusión entre el ministro de Defensa y el director del Centro y con suerte el Consejo de Ministros se daba por enterado. Cuando en 1998 se descubre que el Cesid estaba espiando a Herri Batasuna en su sede de Vitoria, el ministro Serra tiene que escudarse en que no se espiaba a un partido político sino al entorno de ETA. La excusa para justificar el espionaje a Carod, líder de un partido democrático y miembro de un Gobierno autónomo, es mucho más difícil de encontrar. Por tanto, si efectivamente el CNI espiaba a Carod Rovira, sólo hay dos posibilidades y ambas igualmente graves: o el Gobierno instó al CNI a vigilar al conseller en cap o el CNI actuó de forma autónoma.

Razón de Estado no es razón de Gobierno, y la difusión de la reunión de Carod con ETA parece estar a todas luces realizada en beneficio del partido en el Gobierno y no del Estado. Las legislaciones de muchos países -no la nuestra- indican expresamente que el director del servicio de inteligencia velará por que el Gobierno no haga un uso partidista del servicio. Es difícil creer, por su trayectoria, que el director Dezcallar haya consentido un uso político de esta información y, de hecho, hasta podría ser posible que ni el CNI ni el Gobierno supieran nada del asunto, pero el problema es ¿cómo salir de dudas? El presidente Aznar ya ha afirmado: "Yo nunca hablo de esas cosas", pero la garantía de la democracia está en conocer, en rendir cuentas y en pedir responsabilidades cuando las cosas se hacen mal, sobre todo cuando hablamos de los poderosos servicios de inteligencia.

El Parlamento es la sede para explicar en sesión secreta a los representantes de los ciudadanos cuándo y cómo es más útil detener a un terrorista y -si es que existen- las razones que llevan a espiar a un miembro de un Gobierno autónomo. Lo grave es que nuestro mecanismo de control parlamentario de los servicios de inteligencia es de lo más pobre e irrisorio de cuanto se puede encontrar en los países de nuestro entorno. Hasta 1986 no se reguló su control a través de la mal llamada Comisión de Secretos Oficiales, que, además de no ser estrictamente una comisión, excluye a los grupos minoritarios, incluida ERC. Por este motivo, en 1987, Miquel Roca y otros 66 diputados recurrieron en amparo esta resolución pero sin ningún resultado. Desde entonces, a las tradicionales sospechas que estas formaciones minoritarias tienen de ser objeto de la actividad del CNI -y que ahora se recrudecen- se les une su total exclusión del control parlamentario. Mal camino sin duda para hacer Estado y mal camino para que puedan dejar de pensar que el servicio de inteligencia es únicamente un instrumento en manos de los dos grandes partidos.

Tras los escándalos de espionaje de 1995 y 1998 el servicio de inteligencia quedó casi desmantelado y sumido en el más absoluto desprestigio internacional. El propio PP padeció, al llegar al Gobierno, las consecuencias de un Parlamento incapaz de haber podido controlar a los espías y de unas dudas sembradas a veces infundadamente sobre el servicio secreto. El CNI no puede ser autónomo, no puede ser dañado de forma gratuita y tampoco puede ser utilizado políticamente; porque el servicio de inteligencia no es del Gobierno, no es del PP y tampoco lo será en el futuro del PSOE. El Centro Nacional de Inteligencia es un servicio del Estado y en definitiva de los ciudadanos. El conseller Carod, recordémoslo, además de ciudadano es también Estado, y en democracia cualquier duda que pueda surgir sobre una actividad partidista o autónoma de los servicios de inteligencia debe ser explicada de forma clara e inmediata ante el Parlamento.

Antonio M. Díaz Fernández es profesor de la Universidad de Burgos y autor de Los servicios de inteligencia españoles, de próxima aparición en Alianza.

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