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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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Altea la Vella y las grúas

No hay que confundir el pequeño pueblo de Altea la Vella con el casco antiguo de Altea. La primera, aun siendo una modesta pedanía de la segunda, tiene su origen histórico anterior y por eso se llama la vieja Altea. Por lo demás, la vida en un pueblo y otro, ambos en la comarca de la Marina Baixa, es distinta. Mientras en Altea viven fundamentalmente del turismo, en Altea la Vella sobreviven sin esperar gran cosa de él, por lo menos hasta hace poco.

Altea la Vella dista del mar lo bastante como para haber creado un cordón sanitario invisible que la protege de las fiebres constructoras y otros delirios del crecimiento. En Altea la Vella, un pueblo apacible y consolidado de unos 700 vecinos, las calles son estrechas y empinadas y conducen irremisiblemente al Calvario. El Calvario marca las estaciones del via crucis con una capillas blancas que protegen el azulejo del Nazareno en su camino a la cruz. Los cipreses son rectos y oscuros. Así que el lugar es solemne y sencillo, tiene algo grandioso y a la vez muy íntimo.

La almendra se paga mal, así que la traen de California, lo mismo que las muñecas Barbie.

Por suerte para Altea la Vella, es decir para sus escasos habitantes que desean la tranquilidad, ya existe alrededor un suculento bocado para los urbanizadores que desplegaron sus ejércitos primero en el complejo de Altea Hills y a continuación en todo lo que les pillaba cerca. Y esto sin contar con el proyecto que se avecina: un gigantesco desarrollo a lo largo y ancho del cauce del río Algar que, curiosamente, significa el río de la Salud. Aquí está previsto otro campo de golf con el máximo de hoyos, edificios como churros, carreteras, calles y centros comerciales aunque el tráfico esté siempre colapsado, y hoteles de cinco estrellas porque de menos ya no interesan.

Cuando voy a visitar a mis amigos en Altea la Vella, casi siempre al atardecer, dejo el coche en la carretera que conduce a Callosa y subo a pie hasta su casa, desde cuya azotea podemos contemplar la puesta de sol sobre Sierra Bernia. Para mí es como ver la puesta de sol en Cabo Camorín, el sur más extremo de la India, donde confluyen los tres océanos.

Trato de imaginar cómo va a quedar este paisaje a la vuelta de unos años, y me imagino lo peor, pero entonces vuelvo a la realidad del momento y mis amigos (ella es pintora y él periodista), razonablemente optimistas además de hospitalarios, recuerdan cómo era este pueblo cuando compraron hace más de 30 años su casa. No había coches. Dejabas la llave puesta en la puerta, no por dentro sino por fuera, y todo el mundo se conocía y se ayudaba. Algunas cosas todavía siguen siendo igual. Ellos, por ejemplo, dejan la puerta abierta y por eso ahora entra una vecina a darles huevos de sus gallinas, y cuentan que la madre de esta vecina pintaba cenefas de color azul que adornaban las paredes encaladas de las habitaciones. Cuentan, también, que entonces los niños pelaban las almendras y se guardaban las cortezas y los días de frío las echaban al fuego de la chimenea y así caldeaban las casas. ¿Quién se toma ahora ese trabajo? ¿Quién recoge las almendras? La almendra se paga mal, así que la traen de California, lo mismo que las nueces y las muñecas Barbie.

Te asomas al campo y ves los almendros alicaídos, nadie les hace caso más que cuando se ponen en flor y los turistas bajan del coche con el vídeo y con la cámara digital a tomar unas imágenes que guardan en el ordenador mientras la almendra se pierde y las grúas y las hormigoneras avanzan de noche como si fueran comandos suicidas.

Marianne Tumbusch, la amiga pintora, hizo unos dibujos memorables de piedras de la playa de Altea, piedras reales que parecen seres humanos, y otro amigo que se llama Barranquí, también vecino de Altea, publicó el libro en su editorial, que se llama Aitana, acompañado de unos clarividentes textos (traducidos) del escritor francés Jules Merleau-Ponty. El libro fue impreso en 1998 y me gusta hojearlo de cuando en cuando para descubrir cosas nuevas, y no olvidar otras, y de verdad creo que es un libro que debería estar en las casas de todos estos pueblos, y por supuesto muy visible en el Ayuntamiento de Altea, y en muchas Casas de Cultura de la Marina, la Alta y la Baja, porque dicen que las piedras de la playa de Altea también corren peligro de extinción, son seres vivos y lo que ven alrededor les asusta. Además, mi amigo Barranquí, que sabe muchas cosas aunque algunas se las calle, dice que se perdieron las corrientes del río desde que existe el pantano de Guadalest, y un buen día los bañistas dejarán de ser apedreados cuando las olas se enfurecen, lo cual era divertido, y entonces echarán arena donde antes había piedras y pienso que si esto sucede se unirán los crematorios arenosos de Benidorm con los de Altea, y de paso Terra Mítica descenderá arrastrada por el peso de su quiebra multimillonaria hacia el río Algar debidamente urbanizado.

Lo más elevado de Altea la Vella es un ático insuperable con vistas a la iglesia, a la ermita entre los pinos, al cementerio que en absoluto es fúnebre, a las callejuelas con sus gatos inflados y respetuosos y a las bolsas de basura colgadas de noche en ganchos a las puertas de las casas a modo de guirnaldas.

Ya en el Calvario, que es pequeño y abierto, oigo el silencio pero también el murmullo de las casas, oigo conversaciones, la sintonía de un noticiero en la tele, y un viejo que ronca. Entonces pienso descendiendo a la carretera que si doy un traspiés y por una de esas caigo, alguien me oirá y saldrá a preguntar si me hice daño. Pienso en una caída en una calle ruidosa de la otra Altea, con bares y puertas blindadas, y concluyo que si me he de romper la crisma, mejor que sea aquí.

Al día siguiente he vuelto a Altea para visitar la Facultad de Bellas Artes donde medio millar de alumnos, tal vez algunos más, comparten la misma fe y parecidos oficios ante una adormecida modelo recostada en el diván, o ante un pedazo de muro que reclama un grafito de Guantánamo, una caricatura del ministro Trillo, o el pecho desnudo y blanco de cualquier diosa. Sólo así olvidas por un instante el siniestro aguilón de estas grúas siempre al acecho.

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