¿Aventura o estabilidad?
He leído que cerca de cien barceloneses han sido los pioneros en España en hacerse un seguro para circular en bici por la ciudad. Todo sea por la estabilidad de los ciclistas y del tráfico. Si esto es cierto, esos pioneros de la aventura de desafiar la marabunta urbana, esa arriesgada avanzadilla del ecologismo, el deporte y lo anticonvencional que son los ciclistas ciudadanos, quieren seguridad, como cualquiera. Lógico: pólizas y bicicletas parecían cosas incompatibles, la bici era el equivalente de la anarquía, la libertad total, y el gran símbolo de la contestación al automóvil, pero los ciclistas modernos ¡quieren pólizas, sellos y seguros!
Los indómitos ciclistas sucumben a una tendencia social ultrapromocionada: ¡menos riesgo, menos aventuras! ¡más seguridad, más estabilidad! No sería raro, pues, que esos vanguardistas sociales que fueron los ciclistas urbanos acabaran, por esta vía, votando a Mariano Rajoy, que, según dice Aznar, encarna la cultura de lo estable, lo serio y lo seguro. Una troupe, los ciclistas, encantadora y correctamente preparada, por tanto, para la vida moderna.
Éstas eran mis cavilaciones de peatón vulgar, tras dos encontronazos, uno tras otro, en plena calle y en menos de media hora, con sendas bicicletas que, por arte de magia, aparecieron, en plena acera, tras una esquina de mi barrio. Uno de los ciclistas me espetó: "¡Vas demasiado deprisa!". Y le dejé en esa creencia, dado que es imposible convencerles de que un peatón no es un coche. Para estos ciclistas que toparon conmigo cada peatón es un peligro en potencia.
Desde luego: los peatones somos gente indeseable y molesta, estamos por todas partes, lo enredamos todo y somos continuos obstáculos que vencer, cosa esta última que también nos sucede a los peatones con otros peatones. ¿Se han fijado en que nadie anda por la calle al mismo ritmo y a la misma velocidad? ¿No es un enorme riesgo -la vida misma- el pluralismo y la variedad de los peatones? ¿Cómo prever que un peatón se pare de repente? ¿Qué clase de maniobras hay que hacer para adelantarle? ¿Y qué me dicen de esas terribles masas que llegan de frente, como un ejército desalmado, cuando el semáforo se pone en verde? Dan ganas de gritar a los que avanzan en tu misma dirección: "¡Honor y fuerza!", que es como Zapatero arengó a sus partidarios el otro día emulando a Russell Crowe en Gladiator. Pero, milagrosamente, con un gesto, el peatón evita el encontronazo, pacta y dialoga con el de al lado, con el de enfrente y el de detrás. Y todo el mundo sigue, aliviado, su camino. El mundo lo mueven los indocumentados peatones, héroes de la epopeya diaria.
El peatón es el mártir anónimo. ¡Sin seguro alguno que lo proteja! ¡Y sin casco, ni chaleco, ni botas homologadas, ni ABS! ¡Sin disponer de un móvil sin manos, sujeto a las inclemencias del tiempo, a los gritos de las cotorras tropicales y a las cagadas celestiales de palomas, armado sólo de su paciencia y sus piernas! El peatón no tiene, siquiera, carnet de peatón, ni sindicato, ni grupo de presión, ni un hermano disponible para ayudarle en su solitaria travesía: nada de nada. Afronta a cuerpo descubierto, como un paria, el monstruo, estruendoso e imprevisible, del asfalto. ¡Menudo agravio comparativo ahora que los ciclistas ya son legales, tienen seguros que responden por ellos y promoción municipal!
Nadie quiere asegurar a un peatón, ¿aún no se les ha ocurrido? El peatón es un ser autorresponsable, ¡algo incomprensible hoy! ¡Un subversivo! Ese mismo día, un ladrillo caído de un edificio -como en el chiste, pero de verdad y en el siglo XXI- mataba a un peatón en Barcelona. Ni una lágrima por él (un chico colombiano). ¡Y eso que era inmigrante! El estigma del peatón es universal e imperdonable: nos pone ante la dimensión de lo que es, incuestionablemente, real. ¿Liliput? Eso parece cuando uno sube a la fantasía de un 4x4, un rascacielos o incluso una bicicleta. El peatón es un ser sin prótesis. Todavía.
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